sábado, 25 de agosto de 2007

JOSÉ KOZER: el oficio de furtivarse


José Kozer, uno de los poetas más prolíficos y singulares de la literatura judeolatinoamericana, estuvo en Venezuela como invitado especial de la XI Semana Internacional de la Poesía de Caracas, que organiza la Casa de la Poesía Juan Antonio Pérez Bonalde, este año en homenaje al extraordinario poeta venezolano Eugenio Montejo. Nacido en Cuba en 1940, residenciado en Nueva York desde 1960 y en Florida desde su jubilación de Queens College en 1997, Kozer revela una muy íntima relación con la cotidianidad de su mundo judío, donde las escrituras sagradas, la presencia cubana y los riscos de la memoria familiar se tensan en un verbo avasallante, abrasador, mestizo, alucinado, siempre empeñado en asomarse al mundo desde las más limítrofes cornisas del lenguaje. Autor de numerosos títulos, define su trabajo poético desde un judaísmo heredado y a la vez forjado en la palabra misma. Un mediodía de estos, con el verdor del Ávila seduciéndolo y el sonsonete de unos mangos cayendo sin prisa, brindó a NMI una muy especial conversa


El próximo 15 de septiembre, cuando el pueblo judío celebre Rosh HaShaná, la llegada del nuevo año 5765, José Kozer habrá escrito casi igual número de poemas que años se cuentan desde la creación del mundo. Pero a partir del momento en que el poeta cubano bocetee su texto número 5765 —lleva estricta cuenta— y hasta el día de su muerte, escribirá tan sólo un poema al año. Al menos eso prometió al crítico mexicano Jacobo Sefamí en un acto público celebrado en la Universidad de California. Pero Kozer, vicioso como es de las palabras, ha encontrado ya el ardid para revertir el compromiso: escribirá un único poema al año, pero fragmentado en 365 partes.
El reto impuesto por Sefamí —autor de De la imaginación poética, publicado por Monte Avila Editores en 1996—, lejos de ser el juego de un amigo perverso, constituye una severa crítica a la poesía de José Kozer, tantas veces tildada de supernumeraria, barroca, fulgurante, excesiva, heredera del verbo frondoso de José Lezama Lima.
Si bien es cierto que el trabajo poético de Kozer no es hueso fácil de roer, una vez se penetra en él las palabras suceden como una oralidad materna, cálida, milenaria; y se comprende que este poeta es, ante todo, un antropólogo del lenguaje, un maratonista verbal, un disidente de la parquedad y, sin lugar a dudas, uno de los más vigorosos escritores latinoamericanos contemporáneos.
Verlo leer sus propios poemas permite entender un poco más la necesidad de Kozer de derramarse en una palabra polifónica y danzarina. Mientras lee, sus manos son un auténtico espectáculo: su gesticulación inquieta es puntual ante cada sonido, cada pausa, cada giro de su seductora voz. Se toca el pecho, la cabeza, da golpes sobre la mesa, como si la palabra careciera de cuerpo y necesitara de sus enormes y ágiles dedos para forjar mundos en el aire. Kozer tiene una explicación muy sencilla a su necesidad de escribir al menos un poema por día: «Yo creo que el acto creador tiene dos vertientes: una del que va a escribir, otra la del que simplemente escribe. Y yo hace ya muchos años que no me propongo escribir, escribo. De joven tuve una voluntad de escribir, quería hacer un poema; desde hace más de veinticinco años me ocurre que escribo. Más que un oficio es una respiración y una naturaleza propia. Tal como el corazón late, el riñón purifica y el sistema digestivo necesita excretar, mi cuerpo poético —y es un cuerpo— de la forma más natural y constante excreta o regurgita poesía. Es así de sencillo».

Un decir judío

José Kozer recuerda haber dicho que es judío desde muy niño, sin zozobras: «Me han preguntado si lo digo a la defensiva, pero no: ser judío forma parte de mi ser y de mi identidad. Creo que esta ausencia de dificultad en decir que soy judío viene, en parte, porque Cuba es un país sin tradición antisemita y el pueblo cubano acogió con generosidad a la comunidad judía. Por otra parte, desde que empecé hace años a hacer practicas budistas, soy lo que en Estados Unidos llaman un jubu, un jewish budist. Y no tengo ninguna dificultad en la doble práctica. Me siento muy integrado interiormente a mi judaísmo, así como a mi nacionalidad cubana y a esta nueva vertiente en mi vida, que es la presencia budista. Sin embargo, confieso que en mi soledad, al hacer ciertas prácticas de introspección a través de una plegaria sánscrita, no me ocurre lo mismo que cuando digo la oración judía del Schemá Israel, que me toca tan profundamente y mucho más que cualquier otra cosa, hasta un extremo de que la utilizo menos porque me desgarra ante la muerte, ante la dificultad de la muerte. En ese sentido, creo que el substrato judío es el más hondo, el más primario, el que habita más a fondo en mí».
Hijo de inmigrantes checoslovacos y polacos que llegaron a La Habana huyendo del antisemitismo que arrasaba Europa, Kozer se crió en una atmósfera muy particular, entre un padre sastre profundamente ateo y un abuelo religioso —fundador de la primera sinagoga ashkenazí cubana—; en un hogar muy asimilado, donde no había práctica judía pero estaba muy claro de que los Kozer eran judíos. Aprendió yiddish, hebreo, hizo su Bar Mitzvah, rezó y se colocó todas las mañanas, entre los 13 y los 16 años, sus filacterias: «En casa oí decir muchas veces que papá era el más judío de la familia y, sin embargo, era ateo. Y aquello que parecía una contradicción en el fondo no lo era, porque en última instancia el judío, cuando no es fanático, es sumamente abierto. Pero fue mi abuelo materno, que está enterrado en Cuba, quien me marcó profundamente por su espiritualidad y pese a ser un judío ortodoxo, por su modo abierto de ver las cosas, nunca impuso, siempre expuso, como diría Paul Celan de la poesía. A mi eso me tranquilizó muchísimo y pude participar de una forma muy natural de toda la tradición judía. Fue ese abuelo quien me guió en la lectura de la Torá durante mi Bar Mitzvá, pues mi padre no entraba a una sinagoga. Eso fue muy doloroso. Y el día que falleció mi abuelo, cuando yo tenía 16 años, ese día no necesité más ponerme las filacterias. Cuando salí de Cuba en 1960 me llevé muy pocas cosas: unos doce o catorce libros y mi bolsa con las filacterias. Siempre dije a mi mujer, Guadalupe: si yo muero antes que tú, quiero ser cremado junto a mis filacterias y enterrado en Cuba. Sé que la cremación es lo menos judío que puedo hacer en mi muerte, pero soy un pecador».
El poeta confiesa que su profundo judaísmo de hoy no es el de otrora. En su adolescencia, la rebeldía lo encauzó por otros derroteros: «En casa se hablaba siempre de los campos de concentración y llegó un momento en que aquello fue tan retórico por parte de mi madre, que me molestaba, aunque sabía que mi padre había perdido parte de su familia en el Holocausto. En algún momento manifesté esa molestia y eso me marginó mucho de mi madre y un poco de la comunidad. Además, desde niño he sido un voraz lector —hoy leo ocho horas al día— y la comunidad no era lectora y me fui distanciando de mis amigos. Y cuando salí de Cuba me ocurrió que me volqué al mundo norteamericano, me casé en primeras nupcias con una judía, que fue un desastre, y me alejé mucho del judaísmo en ese punto de mi vida».
Kozer había empezado a escribir en Cuba, pero al salir abandonó la poesía por ocho años. Y fue el poeta chileno Nicanor Parra quien contribuyó a que recuperara su lengua, su poesía y parte de su judaísmo: «Tenía unos 28 años de edad. Vivía en inglés, solo leía inglés. Era profesor de Lengua y Literatura en Queen College en Nueva York. Y fui perdiendo el castellano. Y con 28 años me hice amigo de Nicanor Parra y conversábamos mucho y un día me dice: qué cosa curiosa que siendo judío nunca tocas el tema judío. Me quedé un poco consternado ante su comentario y le dije que nunca lo había pensado. En ese punto, porque soy una persona muy reactiva, empecé a escribir poemas judíos, fue una cosa instantánea. Durante años, entre otras cosas, porque soy un poeta de muchos registros y movimientos laterales, empecé a hacer una poesía muy judía. Me volví un lector muy asiduo del Viejo y del Nuevo Testamento y esa lectura cada vez me conmovía más. Mis primeros libros fueron entonces muy judíos: Un judío de números y Letras y Tomaron posesión en las ciudades. Este último título, que siempre pretenden corregirme cambiándome la preposición en por de, lo titulé así porque los judíos no toman posesión de las ciudades sino en las ciudades, no somos invasores sino que estando dentro de la ciudad, amorosamente, tomamos posesión en las cosas, que es muy distinto y ahí la preposición es fundamental».

Un recurso del alma
Kozer no busca excusas para confesar que lo judío, además de una presencia fundamental en su vida espiritual es ya un recurso literario que utiliza a conciencia: «Claro que es un estilo, un recurso literario, pero es una verdad profunda, una ceguera más, un no saber más. De modo que cuando el poema toma en mí esa vertiente o entra en una referencialidad judía siempre me noto la conmoción interior, siempre me noto que en ese punto el hábito de hacer poesía, que en mí ya es tan largo, se conmociona de nuevo. Hay algo ahí, que me pasa también con lo cubano y quizá me pase menos con otras cosas, porque soy un poeta a veces muy irónico, muy de burla, jacarandoso, muy rabelesiano. Pero con la cosa judía y con el trauma de lo cubano siempre la conmoción es muy profunda, y algo me ocurre en ese momento del acto poético en que todo se vuelve arduo, y a veces físicamente lloro en el momento de la escritura. Y para una persona que ha escrito miles y miles de poemas como yo, llorar ya es raro… En realidad no tengo mayor conciencia de estar utilizando un punto de vista judío, pero de lo que sí tengo conciencia es de que me conmueve poéticamente la figura de Moisés, de la vieja Sara pariendo en su ancianidad, Jacob luchando con el ángel. Son imágenes muy profundas que luego han pasado al registro poético y no sé exactamente si lo que me mueve es lo judío o lo poético. Me parece que es una simbiosis de ambas cosas y que lo judío se encausa por lo poético y lo poético por lo judío al mismo tiempo. No veo otra manera de expresarlo o tratar de entenderlo. Es confuso, es misterioso.
»En mis últimos poemas, por ejemplo, varias veces he notado que hablo de la religión judía, la cristiana y la budista; y aparecen las figuras de Jehová, Cristo y Buda, y cada una está perfectamente delineada en el poema. Esta mañana escribí un poema sobre el valle de Caracas, que me ha impresionado muchísimo, y se convirtió en el valle de Josafat, que es la muerte. En un momento dado, los cuatro evangelistas del Nuevo Testamento entran en el poema. Y fui al Nuevo Testamento, lo abrí al azar y tomé un versículo y lo fui integrando al poema. Y todo aquello se iba conjugando con la mayor naturalidad, forjando la propia respiración del texto, sin mayor contratiempo.
»Tengo una dificultad con toda la poesía actual y es que me es muy difícil ver con claridad una cierta poesía que me parece muy trillada, muy banal y a veces cuando es buena cae en momentos muy falaces, flojos. Y esto me molesta mucho. En la poesía de muchos poetas latinoamericanos de origen judío veo esto bastante. La poesía es un rigor, una disciplina y una rigidez abierta. Esto hay que llevarlo desde una dificultad. No se puede vender barato este asunto. Uno no está buscando el aplauso sino la verdad o una forma de la verdad. Uno está hurgando casi como un topo a ciegas en un soterrado mundo de desconocimiento, donde las raíces son muy extrañas. Y no es posible estar haciendo poemitas baratos al Estado de Israel, o a la religión, o a mi mamá que cocinaba latkes. La cosa es mucho mas compleja».

Escabullirse, una forma de ser
Marina Tsvetáieva dijo alguna vez que “todos los poetas son judíos” y José Kozer mencionó hace algunos años en un encuentro de cubanos en el exilio celebrado en Madrid, que “todos los cubanos ahora son judíos”. Esa bifurcación dolorosa, que habla de la condición milenaria de los hijos de Abraham como seres trasvasados, desterrados, no está ausente en Kozer, quien la sufre por partida doble: como judío y como cubano: «Exiliarse siempre es dolor, pero hay la capacidad camaleónica, más no hipócrita, de readaptarse constantemente. El exilio para mí no es doloroso sino lo natural, casi como que me lo esperaba. Llegué a Estados Unidos con veinte años, no sabía inglés y al otro día ya estaba trabajando.
»En mi poesía última, uno de los elementos que recurren es el tema del escabullirse, que es el tema de furtivarse, un hermoso cubanismo. Y lo entendí muy bien desde niño. El judío está siempre escabulléndose, un poco temeroso de la realidad. Lo furtivo, que además está en San Juan de la Cruz que era de origen judío, tiene que ver con integrar fuerzas contrarias para entrar en una neutralidad que te permita ser un ser indeterminado e insignificante. Y yo que tengo un ego grande y que vengo de una tradición muy prepotente, machista, de primogénito de la familia, he tenido que luchar mucho con mi interioridad para ir reduciendo ese ego y entrar en una especie de zona furtiva, donde no quiero ser nadie especial, sino uno más, un miembro de la comunidad.»Nací en Cuba y me siento muy cubano; mis padres vinieron a Cuba no siendo cubanos; me fui de Cuba con veinte años; mis hijas nacieron en Estados Unidos, no son cubanas y no tienen nada que ver con Cuba. Yo soy primera y última generación de cubanos. Y esto le ocurre a muy pocas personas en el mundo. Ser primera y última generación de algo sólo le ocurre a un judío.
»En la tienda de mi padre había una trastienda mágica, muy compleja, donde se cocinaba su pequeña industria de sastre y donde yo veía esa cosa tan extraña que era la convivencia de mi padre judío, que hablaba un castellano muy macarrónico, muy malo y sus empleados que eran unos cubanazos típicos. Era un diálogo de dos idiomas, pero muy amoroso, se entendían perfectamente bien. A mí como que me iluminaba mucho toda esa vida de trastienda, que es esa vida segunda que lleva el judío, de escabullido».Lo diaspórico también se traduce, inevitablemente, en marginación, pero en el caso de Kozer no por judío, sino por cubano disidente: «Yo espero no ser sólo un poeta judío o sólo un poeta cubano. Porque si no soy un poeta provinciano. Mandelstaham es un poeta judiísimo y es un poeta ruso, pero lo que Mandelstam es, ante todo, es un poeta universal. Claro, hay unos estamentos y a medida que uno va subiendo el aire se enrarece más, la dificultad es mayor. En broma dijo un critico cubano sobre mi poesía que el problema con Kozer es que no es nuestro poeta nacional: Kozer es nuestro poeta internacional.»A estas alturas pienso que el problema es de quien me discrimina, no mío. Hay que saber separar la poesía de la política. Ezra Pound y T.S. Elliot fueron grandes antisemitas, y son poetas seminales del siglo XX. Yo distingo la grandeza de su poesía de su antisemitismo. Asimismo, creo que si mi poesía tiene un valor —no soy quien para decirlo— y si alguien no está de acuerdo con mi visión política, eso no debe ser razón para que no haya diálogo. A veces me sorprende tanto la invitación como la no invitación a eventos literarios. A veces se invita a gente tan deleznable como poeta cuando hay otros valores tan importantes en este momento de Latinoamérica a quienes no se invita. Todo esto son juegos políticos, de interés, de rastacueros».
Tras años renuente a volver a Cuba, Kozer estuvo en la isla por primera vez desde su exilio entre el 7 y el 14 de febrero del año 2002 para presentar No buscan reflejarse, una antología de su poesía. En ese momento, el poeta tenía la esperanza de aportar un grano de arena a la reconciliación política con tantos artistas exilados. Incluso al regresar a Florida instó a varios poetas compatriotas a publicar en Cuba, pensando que se trataba de un momento esperanzador: «Pero pasó el tiempo y esa esperanza se frustró en el momento en que el gobierno cubano optó por fusilar a esos tres jóvenes que trataron de escapar de la isla. Con una pena carcelaria era más que suficiente; esa decisión me pareció excesiva e inhumana. Para mí era la gota que rebasaba el vaso y otra vez el proceso cubano se interrumpía. No creo que se haya abortado de todos modos, la historia es larga, las cosas cambiarán».
Ese retorno a Cuba fue también el regreso a las raíces, a los lugares de la infancia y el dolor: «Desde que regresé de La Habana, hasta el día de hoy, todas las mañanas, todas, he escrito un poema. Y no lo entiendo. ¿Qué ocurrió? ¿Qué cable se me cruzó en aquel momento? No sé. En ese regreso padecí mucho al ver el país, su desgarramiento; padecí mucho al ver la casa donde me crié, la casa de donde me marché, los sitios donde anduve. Todo eso me hizo sufrir, pero lo único que me hizo llorar fue ver la casa de mi abuelo Isaac Katz, el judío ortodoxo. Cuando entré a esa casa —y ahora se me vuelven a saltar las lágrimas— no me pude contener. Fue el único momento en que sentí una conmoción que es milenaria».En la entrada de la biblioteca del Patronato de La Habana hay un poema de Kozer en homenaje al intelectual Marcus Matterin, traductor de José Martí al yiddish, quien fue una suerte de Lezama Lima judío. El propio Marcus Matterín pidió que colocaran ese poema. Y ahí está como pequeña —y quizá, por lo pronto, inocua— muestra de cuán judío y latinoamericano es Kozer, más allá de los regimenes del horror, el tiempo y la memoria.


©Jacqueline Goldberg
Publicado en Nuevo Mundo Israelita, 2004.

ELISA LERNER: una entrevista de prensa o La Bella de Inteligencia

(Ensayo para una conversación a las 10 am)
El título de esta conversa —irresoluta como el teatro y la poesía— corresponde a la primera obra teatral de Elisa Lerner, publicada en la revista Sardio No. 7 en abril de 1960 y estrenada ese mismo año en el marco de la inauguración del teatro La Quimera con un elenco integrado por Carmina Morón, Carlos Franchi y Guillermo Montiel. Esa inicial e iniciática pieza de Lerner —Premio Nacional de Literatura— abrió un arco del que formarían parte otros cinco exitosos montajes: El país odontológico (1966), La envidia o la añoranza de los mesoneros (1974), La mujer del periódico de la tarde (1976), En el vasto silencio de Manhattan (1963-1964) y la muy aplaudida Vida con mamá (1975). Hoy esas piezas, con prólogo de Rodolfo Izaguirre, pueden volverse a leer en un mismo volumen, que será presentado en los próximos días gracias a Angria Ediciones. Se trata de un libro caleidoscópico que nos lleva a la Venezuela de varios tiempos, pero sobre todo al tiempo teatral de una de las escritores más exquisitas de la actual literatura venezolana


Un apartamento. Un salón. Muebles de madera. Simples. Muy simples. No hay libros, ni artificios de escritor. Una terraza. Dos sillas. Mucho sol. La conversación se inicia allí. Pero la calle se espesa, sus ruidos hieren. Vamos entonces a la cocina, también muy diáfana, sin reveses. La mesa es pequeña, apenas cabe el grabador y un vaso de agua. El Ávila es una pared avasallante. Los ruidos de la calle nos acechan, pero desde una distancia amortajada. Seguimos conversando. Vamos del teatro a la vida. Van y vienen nombres, instantes de la literatura venezolana, cadencias de una vida actuada a sorbos. Antes de la despedida pido ver su habitación de escritora. Lerner la muestra sin recelo. Se disculpa ante el imperceptible desorden. Es la habitación de una Virginia Woolf complacida. Una habitación propia. Con una computadora enorme y enigmática, muchos libros, cuadros y unas postales de Colette pegadas en la pared. Esa sí es Elisa Lerner, digo. Aunque también es la del salón sobrio y la cocina despejada. La misma de las crónicas, los relatos y las seis obras de teatro que se reeditan por justicia y sed de quienes la admiramos.


ESCENA 1

GOLDBERG: Un nuevo libro. Todo su teatro reunido. ¿Cómo se ve desde ahí?

LERNER: Más que verme a mí misma, es como ver una parte de la biografía teatral del país. He escrito con coherencia quizá en el tiempo, pero no con una fidelidad continua de años. Me he dado cuenta de que me acompañaban sobresaltos vitales en los momentos en que escribía teatro, que han sido resultados de alguna pasión, algún dolor, alguna época. Correspondían a momentos tersos personales, que pude haberlos tenido hacia otros géneros.

GOLDBERG: ¿Y por qué el teatro?

LERNER: El teatro se ha dado como cuando una mujer cuenta de sus pasiones amorosas. Yo podría hablar de flirts largos o breves. Y pude reunir las obras que he escrito gracias al empeño de unas jóvenes mujeres maravillosas, Verónica y Angelina Jaffé, de Angria Ediciones.

GOLDBERG: ¿Corrigió antes de entregar de nuevo estas obras a la imprenta?

LERNER: En realidad no. Todas las piezas están tal cual salieron en su momento. Quizá de Vida con Mamá eliminé una pequeña línea que hablaba del Código Civil. Son las mismas piezas.

GOLDBERG: ¿Respeto hacia sí misma?

LERNER: Una vez me dijo Emir Rodríguez Monegal que el lenguaje de la escritura corresponde al momento en que se hizo. El error de la gente es creer que siempre somos los mismos. Las personas estamos montadas en diversos caballos de un tíovivo que es la vida. La que escribió esas piezas era una mujer muy joven. Y yo fui cambiando. Y la de hoy, la que echó una ojeada a esas piezas para publicarlas es completamente distinta.

GOLDBERG: ¿Distinta?

LERNER: Tan distinta soy que no he vuelto a escribir teatro.

GOLDBERG: ¿Volverá el teatro a su comarca escritural?

LERNER: El teatro puede ir y volver. Pero en mi caso quizá no vuelva. Quizá me he quedado con lo que fue mi primera y para muchos oculta vocación: la narrativa. Escribí un libro muy joven, que llamé La ciudad del lucro y de evidente ironía hacia la gente interesada en los negocios y no en la ética. Pero ese libro se quedó allí.

GOLDBERG: ¿El teatro lo arropó?

LERNER: El teatro se me dio, no sé porqué. Creo que en un momento dado en Venezuela las mejores sensibilidades estaban volcadas hacia el teatro. Había una gran ebullición del género. Yo venía del Liceo Fermín Toro, donde desde los doce años hablé con Alberto de Paz y Mateo, un republicano español, encantador y simpático. Claro, yo nunca entré en el teatro experimental: para actriz no sirvo y no sabía entonces lo que era ser dramaturgo. Ni se me ocurría. Yo pensaba que iba a ser periodista. Luego, pasó que admiraba mucho a Ida Gramcko como periodista y poeta. Y la vi que empezó a escribir teatro. A Elizabeth Shön también la admiraba muchísimo y ella me leyó su pieza Intervalo. Creo que sin darme cuenta empecé a escribir teatro.

GOLDBERG: ¿Cómo?

LERNER: Mi primera pieza fue accidental. Estaba buscando un trabajo con la idea de que todos mis amigos estaban en el gobierno. Claro, yo no sabía de normas, vengo de la inmigración. Pensaba que eran mis amigos y que eso bastaba para que me dieran un trabajo como abogada. Por eso me puse a leer el periódico de pe a pa a ver si aprendía más del país. De ahí salió esa primera pieza, que pensé que sería una sátira. Se la mostré a los muchachos de Sardio y me dijeron que eso era teatro, que la querían publicar. La pieza se llevó a escena y hasta gustó.

GOLDBERG: ¿Fue violento el encuentro entre la escritura íntima, la de la habitación propia, y el mundo convulso y multitudinario del teatro?

LERNER: Yo creo que no escribí más teatro por eso. Después de Vida con mamá me empezaron a hacer muchas entrevistas. Fue un gran éxito crítico, cosa que no sucede aquí con el teatro. Sin darme cuenta me convertí en un personaje. Y eso está muy reñido conmigo misma, que nunca he dejado de ser una buena hija de mamá que escribe en su cuarto. Una amiga de adolescencia lo llamaba el cuarto proustiano de Elisa.

GOLDBERG: Pero, ¿fue violento ese encuentro entre la escritura y las tablas?

LERNER: Ah… No eso no. Es que nunca vi sino unos ensayos de La Bella de Inteligencia que hizo Guillermo Montiel. Después me fui a Estados Unidos. No vi las otras piezas. Y el montaje por antonomasia, el primogénito —el de Antonio Constante en 1975— de Vida con mamá respondía mucho a mis sueños de escritora de teatro.

GOLDBERG: ¿Entonces giró el timón?

LERNER: Eso fue inconsciente. Fue buscar otras voces. El escritor encuentra cierta felicidad, o la vida se le hace más sustentable, a través de ese espejo opaco que sólo se limpia con la propia escritura, con la cuartilla. Por eso me fui a la crónica, al relato. Pero el proceso de uno es muy interno, lento, no se muestra sino mucho tiempo después.

GOLDBERG: ¿Qué dejo el teatro en la narrativa que vino después?

LERNER: No dejó nada.

GOLDBERG: ¿Nada?

LERNER: Uno siempre tiene que estar empezando. Uno no acumula puntos como un deportista. No acumula horas de vuelo. Uno se vuelve, tal vez, un nadador de más brazadas, la pluma se vuelve ligeramente más atlética en la tinta de la vida. Lo que tengo es oficio, muchas heridas de tinta.

GOLDBERG: ¿Y los diálogos, el manejo del espacio en el relato? ¿Eso no es teatro?

LERNER: Todos saben que he sido bastante solitaria, por eso mis personajes de ficción tienen soliloquios, no sé si oyen mucho a los demás. Pero la vida es así. Todos andamos muy apresurados. En el fondo mis personajes son todos muy desolados.


ESCENA 2

GOLDBERG: Leer teatro, ¿no es fastidioso?

LERNER: En mi adolescencia leí mucho teatro. Uno leía a Camus, a Oscar Wilde, Tennessee Wiliams y algo de Ibsen. Cuando uno es muy joven leer teatro puede ser un acto muy vital. Fui una de las primeras en leer Esperando a Godot de Samuel Beckett. Hoy para mí leer teatro es como leer álgebra.

GOLDBERG: ¿Se leía teatro en grupo?

LERNER: ¡Claro! Recuerdo que nos reunimos una vez para hacer una puesta en escena de La cantante calva en una traducción de Rodolfo Izaguirre y Gonzalo Castellanos. Actuamos Perán Erminy, Gonzalo Castellanos, Elenita Feil y yo. Eso fue apoteósico. La gente me vino a saludar, a decirme que era como una Greta Garbo. Creo que Esperando a Godot y La cantante calva nos hizo más soportable esa cosa tan terrible que fue para nosotros la dictadura de Marcos Pérez Jiménez.

GOLDBERG: ¿Será que la premura cotidiana nos quitó la paciencia para leer teatro?

LERNER: También pasa que yo tengo que racionar mucho la luz de mis ojos. Además, las editoriales no tienen la efusión de publicar teatro. O será que no hay grandes autores de teatro. Todo lo dicta el estilo editorial del momento. Hoy a España no le interesa publicar dramaturgia porque allá lo que hay es teatro clásico. Cuando venían grandes ediciones en los años cincuenta, venían de Buenos Aires, porque en Argentina siempre hubo un gran teatro. Yo lo vi. Estuve allá. Había euforia de teatro. El teatro era una vida.

GOLDBERG: ¿Y en Venezuela?

LERNER: Espérate… Te decía que como en Argentina si había una gran teatro se traían grandes traducciones. Entonces estábamos plenos de libros de teatro. Esa pérdida ha sido uno de los dramas del siglo XX, porque el teatro es una de las grandes pasiones de la inteligencia. A veces es más apasionante leer teatro que verlo. Pienso que quizá he dejado de leer teatro porque muchas de las personas cercanas que me impulsaban ya no están.

GOLDBERG: ¿Y en Venezuela?

LERNER: En Venezuela ha habido otro drama. En un país caótico como el nuestro, la gente tiende a obedecer a la mayoría que tiene más a mano. Este ha sido un país de narradores y de poetas, en el que yo he sido poco clasificable. Además, el teatro lo han considerado como no literatura. Es verdad que entre los escritores de teatro hay personas que tienen el oficio y son muy respetables, pero no necesariamente son dominadores de un lenguaje literario. Creo que eso influyó en Juan Liscano para que en su Panorama de la Literatura Venezolana expurgara a los autores de teatro.

GOLDBERG: ¿Pero quién dice que el teatro no es literatura?

LERNER: Es que nuestra tradición ha impedido la literatura teatral. Aquí hay personas con mucho talento en la poesía que bien pudieron haber escrito teatro.

GOLDBERG: Su teatro tiene imágenes, instantes poéticos…

LERNER: No soy quien para decirlo, pero mi teatro se acerca más al lenguaje de un poeta que al de un dramaturgo propiamente. De todas maneras, no soy poeta.

GOLDBERG: Pero hoy los géneros están abolidos.

LERNER: Eso ha costado mucho y precisamente la promiscuidad de los géneros en los últimos años me ha facilitado las cosas. Por eso puedo decir que soy, simplemente, escritora. Lo que dice Vargas Llosa, una escribidora. Una mujer amante de las letras. Soy como Drácula, en lugar de tragar sangre me trago toda la tinta de la que soy capaz.

GOLDBERG: ¿Ha escrito poesía?

LERNER: Escribí dos poemas a los catorce años, uno a los dieciséis —que salió en El Heraldo— y dos a los dieciocho. Nunca más. La poesía no se me da. La poesía es un don. Aquí todo el mundo quiere ser poeta. Lo que si es verdad es que me doy cuenta de que cada vez me interesa más leer poesía.


ESCENA 3

GOLDBERG: ¿Podemos hablar de ese libro de narrativa que está escribiendo ahora?

LERNER: Es un libro que sale después de muchos fracasos… Pero es mejor no hablar porque lo que se habla no se escribe.

GOLDBERG: Aunque dice haber clausurado la etapa del teatro, ¿sigue esperando montajes, relecturas, revisiones, una nueva crítica?

LERNER: Me gustaría mucho que en Venezuela se montara La mujer del periódico de la tarde.

GOLDBERG: En el prólogo del libro de teatro, el crítico y compañero generacional suyo, Rodolfo Izaguirre, dice que siendo usted adolescente gustaba «de mirar hacia el Sur porque allí encontraba un lujoso resplandor que entonces le era difícil vislumbrar en ninguna otra región del espíritu literario, ya que era en la zona austral del continente donde reinaban la imagen y la palabra de las hermanas Silvina y Victoria Ocampo, y la revista Sur, en Buenos Aires, se erigía como emblema del pensar denso y del escribir con elegancia». ¿Está cómoda con esa visión?

LERNER: Sí, porque es cierto. Aunque nunca lo había visto así. Yo compraba siempre la revista Sur de Victoria Ocampo. De muy joven leía a Jorge Luis Borges. De niña me compraban Billiken y veía las películas argentinas. La verdad es que Argentina fue una gran pasión para mi generación.

GOLDBERG: ¿Y lo judío….?

LERNER: Yo tengo una cosa que es muy judía y es la necesidad de escribir. Para no interrumpirnos en el mundo. Para no quedarnos desolados. ¿Qué es el escritor? Pues alguien que no quiere ser expulsado, que necesita a los lectores. Eso me viene, sin querer, de un inconsciente de educación sentimental judía. Lo demás son sofismas de las edición, de lo que no me preocupo. Uno es madre de todos sus hijos y de todos sus libros. No puedo hacer diferencia entre mis libros, lo único es que uno se parece más a lo que está escribiendo ahorita. Lo demás son pasiones locas, producto de noches locas.

GOLDBERG: ¿No hay un único y verdadero libro, como en el amor?

LERNER: Eso no lo puedo decir yo. Pienso que mi pieza más importante es Vida con mamá, pero de pronto a alguien le gusta más otra.

GOLDBERG: ¿Se ha colado ese mundo judío en el teatro?

LERNER: No, en el teatro no. Quizá la ironía de mis personajes es judía. Y el humor.

GOLDBERG: ¿El humor?

LERNER: El humor es una distancia, con una crítica y una sonrisa. Es una manera más bien sonriente de asomarse a algo que no se conoce del todo o que se puede tener.

GOLDBERG: ¿Y el cine?

LERNER: Ah… Antes iba mucho al cine

GOLDBERG: Escribía sobre cine.

LERNER: Durante años mi trabajo en la revista Imagen fue escribir crónicas sobre cine, que por cierto no están reunidas en libro. Y en todo lo que yo escribo está siempre el cine. Una de las primeras cosas que hizo mi familia fue llevarme al cine, tendría cinco o seis años. Recuerdo unas escenas de María Estuardo. Mi mamá me mostraba las actrices, los actores, los productores, los directores judíos. ¿Qué me quería decir con eso? Que los judíos no eran sólo aquellos que yo veía detrás de los mostradores de las tiendas del centro y que hablaban el alemán de preguerra con ella. Me quería decir que los judíos estaban en el mundo y hacían cine. No me explicó más nada. Yo entendí que tenía una familia allí. No teníamos a nadie en Caracas y mi familia los domingos fueron entonces los personajes del cine. Esos eran mis amores. Y a ellos tenía que llegar. ¿Cómo? A través de la escritura…Y hay otra cosa que me dijo mi mamá: tú nunca verás a un judío en un acto de violencia. No me tuvo que explicar por qué éramos la gente del libro. A través del cultivo de la inteligencia se evita aparecer en hechos de sangre. Eso entendí. Por eso nos perturban tanto los gobiernos que traen violencia: nos producen un dolor que está más allá de la ración que a cada uno nos toca.

©Jacqueline Goldberg
Publicado en Nuevo Mundo Israelita, 2004.

ALFREDO SILVA ESTRADA:"La poesía no facilita nada…"

(Foto: Enio Perdomo/ El Universal)

Traductor impecable de la mejor lírica francesa y dueño de una poesía escampada en la abstracción y la sensualidad, Alfredo Silva Estrada ha levantado una obra paradigmática dentro del panorama literario venezolano y ahora legitimada al más alto nivel, con el Gran Premio Internacional de la Bienal de Lieja. Mas, siente el poeta que "la poesía enriquece y atormenta a la vez, es una perenne indagación. Lo que va cambiando es la vida. La verdad es que no sabría decir si con el tiempo la vida se me ha dificultado. En todo caso se me ha hecho cada vez más intensa

Hace unas semanas, el poeta y traductor Alfredo Silva Estrada estaba preparándose para recibir su habitual terapia corporal "y viendo un programa estúpido de televisión" —dice él—, cuando una llamada del escritor y artista plástico Phillipe Jones le anunció que se había hecho merecedor del Gran Premio Internacional de Poesía de la Bienal de Lieja, en Bélgica. "Seguí con la terapia y el estúpido programa. Y sólo al día siguiente reaccioné. Entonces llamé a Jones para agradecer el honor". ¡Y qué honor! Silva Estrada se incorpora, muy merecidamente, a una lista tan sólo integrada por grandes voces de la poesía contemporánea: Giuseppe Ungaretti, Saint-John Perse, Jorge Guillén, Octavio Paz, Gyula Illyés, Yannis Ritsos, Vladimir Holan, Miguel Torga, Zbigniew Herbert, Antonio Ramos Rosa, André Dubouchet, Roberto Juarroz, John Ashbery, entre otros. Afredo Silva Estrada es el decimonoveno laureado de este premio y el único venezolano que lo ha recibido. "Otorgado a un poeta vivo —reza el veredicto— este Premio está destinado a coronar una obra cuyas cualidades intrínsecas y la influencia que ejerce o está llamada a ejercer sobre la poesía internacional, constituyen elementos de apreciación que retuvieron la atención del jurado. Nacido en 1933, Alfredo Silva Estrada se da a conocer muy temprano como un poeta de alta exigencia intelectual y moral. Su obra lírica profundiza en la realidad de lo cotidiano, dando sentido, a la vez, a nuestros gestos y a nuestras palabras. Esta obra abarca un importante conjunto de poemarios que han sido traducidos a varias lenguas. Silva Estrada es también ensayista y traductor de reconocida reputación. Ha dado a conocer en lengua española a renombrados poetas de lengua francesa. Por lo demás, debemos a las notables traducciones de Fernand Verhesen el conocimiento en lengua francesa de la obra de Silva Estrada (…) Gracias a estas traducciones la poesía de Silva Estrada ha sido conocida por varios editores en Francia y otros países".
—La vida, con los años ¿se ha vuelto más sencilla o más difícil?
—La poesía no facilita nada. La poesía enriquece y atormenta a la vez, es una perenne indagación. Lo que va cambiando es la vida. La verdad es que no sabría decir si con el tiempo la vida se me ha dificultado. En todo caso, se ha hecho cada vez más intensa. En mi poesía, aunque siempre hay una entonación semejante de poema a poema, hay cambios, y ese mundo en permanente transformación que propone el poema, aunque no me satisface, es al que respondo.
—¿Cuándo y por qué decidió hacer una carrera como poeta?
—Nunca he sentido el hacer poético como una carrera. Me da miedo la palabra. Creo en la poesía como oficio, como existencia. Yo empecé a escribir desde muy joven con hambre de indagación, de disfrutar el mundo que me rodea. Y eso sigue siendo así, de cierta forma. Creo que a lo largo de mi escritura siempre ha habido esa búsqueda de lo desconocido. Pienso, con Reverdy, que en poesía nada vale ser dicho sino lo indecible. Y eso indecible se nutre de lo decible, se matiza. Pero uno siempre busca lo que no se puede formular fácilmente.
—¿Cuándo comenzó a pensar con seriedad en la opción de publicar?
— Yo había escrito mucho antes de publicar mi primer libro, De la casa arraigada, en 1953. Ese libro lo comencé en Roma, estremecido por los rastros que perduraban de la Segunda Guerra Mundial. A ese estremecimiento se unió la lectura de las Iluminaciones de Rimbaud, que bien recuerdo haber leído por primera vez en una edición bilingüe, sentado en una placita. De allí partió también mi gusto por la traducción. En ese momento no tenía la inquietud de publicar. Yo estaba trabajando en silencio hasta que llegué al final de esa primera experiencia y amigos cercanos me animaron. Yo nunca he sido un poeta libresco, que ambiciona tener muchos libros publicados. He ido publicando, y mucho, pero mi inquietud continua ha sido volver al poema, exigirle cosas a la palabra.
—¿Existe una edad en la cual el poeta alcanza la plenitud de sus facultades?
—En mi caso no creo que haya llegado a una plenitud absoluta. Uno puede llegar a momentos de plenitud, a estados de plenitud, pero uno está a menudo en una situación precaria, de abandono, de soledad.
—¿Es un solitario…?
—No, no puedo decir que lo soy, de ninguna manera. Tengo mucha gente a mi alrededor. Pero en el quehacer poético hay, indudablemente, una buena dosis de soledad. Y no es que uno se regodee en esa soledad, sino que la soledad viene a buscarlo a uno.
—¿Ha sentido miedo a dejar de escribir?
—Ha sido un miedo intermitente. Cuando me ocurre trato de serenarme pensando que nadie espera mi poema. Puedo pasar por etapas de gran aridez, de impotencia de decir cuando acabo de decir algo. Pero en medio de esa sequía puede surgir un poema. Este texto, llamado "Aridez", del libro Al través, lo escribí precisamente en uno de esos instantes: "Es el momento dilatado de aridez / Son los días de extrema sequedad bajo la lluvia torpe / ¡Qué escándalo de puertas! / ¡Cuánto deslumbramiento de salidas falsas / Bajo los pies relumbran arenas negras / y el pavimento se desliza sin regreso / Esperamos de nuevo / con un cúmulo de días atropellados sobre el pecho".
—¿Qué puede decir acerca de la génesis de un poema?
—Ese momento está cargado de imponderables. Más que un instante son todos los instantes. En ese surgir uno no puede determinar nada, uno está en el asombro. Es la entrega de identificarse con el poema e identificar el poema con la interioridad de uno. Porque uno no es un ego.
—¿Cuál ha sido el mayor elogio que ha recibido como poeta?
—No quiero parecer petulante, pero desde mis comienzos he recibido muchos, tantos que si los enumero de seguro sería injusto con quienes se han ocupado mucho o poquito de mí. Recuerdo que Robert Ganzó dijo de mi primer poemario que yo había desbloqueado el lenguaje. Eso me pareció muy bello. Luego, Enriqueta Arvelo Larriva, que me influyó mucho más de lo que los lectores han visto, dijo de mi libro Traspaso que yo estaba creando una obra que, sin salirse de la poesía, podría llamarse científica. Eso también me pareció hermoso, era un gran elogio, me estaba dando un rango que yo no pensé tener jamás.
—¿Cuál ha sido el comentario más decepcionante que le han hecho?
—Hasta ahora no lo ha habido…
—¿Se gana o pierde en la traducción?
— Bueno, yo no gano nada. Yo espero que gane el lector. Y que yo no haya estropeado al poeta, vivo o muerto. André Chedid dice que la poesía es el lago de su segunda sed y yo diría, junto a ella, que la traducción es el agua de mi tercera sed. Trato de ser muy exigente con el poeta que traduzco.
—¿Cómo se siente al ver su propio trabajo traducido?
—Yo he tenido muy buenos traductores, como Verhesen. Mis traducciones han sido muy dialogadas y en ellas no ha cabido el equívoco, la infidelidad. De todas maneras, esas son experiencias excepcionales porque son poetas que para mí son muy cercanos.
—Alguna vez dijo que el Premio Nacional de Literatura le llegaba a tiempo. ¿También el Premio de la Bienal de Lieja?
—Un premio siempre llega a tiempo cuando está bien dado y cuando ha sido otorgado con respeto y cariño. En 1998 no esperaba el Premio Nacional, como tampoco ahora éste.
—¿Qué significa este galardón?
—Para mí, que he estado tan cerca de las bienales de Lieja y que he sido hasta jurado en algunas de ellas, este premio es un símbolo de la fraternidad universal de la poesía, por la amplitud del premio, su seriedad. Además está dado por un jurado internacional que valoró la totalidad de una obra.
—La poesía venezolana difícilmente traspasa las fronteras del país, eso parece asunto de privilegiados.
—Lo sé, pero el mío es un privilegio que no busqué, sino que se me dio muy naturalmente por encuentros muy fraternos con poetas que han apreciado mi obra. A menudo estuve cerca de ellos y ellos estuvieron cerca de mí. Entonces no se puede decir que yo planifiqué ser un poeta internacional ni ganarme un premio. Eso no, Dios me libre.
—¿Qué ha cambiado con ese premio?
—En mi vida nada, salvo la alegría que sigo compartiendo con los amigos.
—¿Qué se siente estar en una encumbrada lista de poetas ganadores en Lieja?
—¡Ay, yo me siento en buena compañía…!
—¿La trascendencia es una aspiración o un resultado?
—No sé si uno, como poeta, busca trascender. La poesía sí que es trascendente por sí misma.
—¿Hacia dónde camina en este momento su poesía?
—Eso quisiera saber yo…
—¿Qué le toca hacer a un poeta frente al mundo en crisis de hoy, frente a la guerra, el terrorismo?
—Nos toca sufrir. Y también desear que el sufrimiento de los otros sea menor, lo cual es muy difícil: esta es una época muy difícil. Uno vive en vilo frente al televisor para ver qué está sucediendo y para ver cómo, irremediablemente, se agravan las cosas.

©Jacqueline Goldberg
Publicado en Verbigracia, El Universal, 2001.

LILIANA LARA: una escritora marginal en el centro del mundo


Liliana Lara, caraqueña residenciada en Israel desde el 2002, resultó ganadora de la mención Cuento de la XVI Bienal Literaria José Antonio Ramos Sucre por su libro Los jardines de Salomón, escogido entre 28 obras por un jurado integrado por el ecuatoriano Raúl Pérez Torres y los venezolanos Milton Quero Arévalo y Luís Barrera Linares


El pasado 13 de junio Liliana Lara aguardaba noticias del veredicto de la XVI Bienal Literaria José Antonio Ramos Sucre. Lo hacía impaciente frente a la pantalla de su computadora, cerca del teléfono, artefactos que la conectan con la vida más allá del Kibbutz Bror Hail, donde reside en el sur de Israel. “Primero pensé que había perdido porque no encontré ningún mensaje en mi correo electrónico, pero no tomé en cuenta el cambio de horario”, cuenta a través de una conversación vía Messenger. “Cuando llamaron desde Cumaná, yo no estaba en la casa y me dejaron un mensaje con un hebreo parlante que sólo entendió "Venezuela" y "universidad", es decir, nada. Pero supuse que podía ser una llamada de la Bienal y esperé, esperé, esperé al lado del teléfono, hasta que finalmente volvió a sonar. ¡No lo podía creer! Aunque algunas veces me pareció que mis cuenticos no estaban tan mal, la mayor parte del tiempo pensaba que no ganaría porque me imaginaba concursando solo con autores "éditos".... Fue una emoción escuchar que gané. No pude dormir en toda esa semana. No paraba de decir: ¡qué increíble, qué increíble!”.
Nada tiene de increíble que Liliana Lara haya obtenido el preciado galardón literario, pues desde hace mucho es escritora de oficio y conciencia. Nacida en Caracas en 1971, se mudó a los seis años a Maturín y luego a Cumaná para estudiar Educación mención Castellano y Literatura en la Universidad de Oriente. Fue tallerista en varias oportunidades de la Casa Ramos Sucre. Más tarde hizo la maestría en Literatura Latinoamericana de la Universidad Simón Bolívar.
En mayo del 2001 los péndulos del amor la hicieron conocer a un argentino israelí con el que un año después se casó y se mudó a Tierra Santa. Hoy tiene dos hijos, Emiliana, de tres años y medio y Sebastián de ocho meses, hermosas y rubias razones por las que su escritura se acopla a las intermitencias, sus correos son anhelos de media noche y sus conversas cibernéticas se ven interrumpidas por un “ya vengo, despertó el bebé, debo darle pecho”. Esa calistenia maternal la hace alimentar su blog, hasta hace poco anónimo, Memorias y avatares de una madre intelectual: http://memoriasdelamamacita.blogspot.com/.

—¿Cómo escribe una venezolana en el Medio Oriente?
—Podría decir que una venezolana que escribe en el Medio Oriente escribe igual a una venezolana que escribe en cualquier otra parte del mundo. Creo que escribir cuentos en su mayoría venezolanos desde acá debe ser como Jorge Volpi escribiendo su novela alemana, En busca de Klingsor, desde México o Rodrigo Fresán escribiendo su novela inglesa, Jardines de Kensington, desde Barcelona o Buenos Aires. O más aún, Juan José Saer escribiendo novelas argentinas desde París, con la debida distancia, claro, ya quisiera yo... Nombro a estos tres escritores —aunque seguro hay y habrá muchos otros en la misma situación— porque para mi significaron un gran hallazgo: gente que escribe sobre geografías distantes o sobre geografías propias estando distantes. Cuando llegué a Israel me dije a mi misma: “bueno, ya no escribo más, si en Venezuela era inédita sin esperanzas, desde aquí ni hablar... además, estando tan lejos, ¿sobre qué voy a escribir?”. Entonces abandoné la escritura, con toda la tristeza que eso acarrea, también porque estaba más ocupada en sobrevivir a las diferencias culturales. En esa época entré en contacto con el semanario venezolano Nuevo Mundo Israelita, comencé a escribir crónicas para ellos y esa fue una especie de salvación a la completa anulación de la escritura que me había auto impuesto. Disfruté muchísimo esas crónicas y comencé a ver la realidad que me rodeaba con nuevos ojos: ojos literarios. Lo cierto es que tras leer a Saer, Volpi y Fresán me di cuenta de que, en líneas generales, no importa el lugar dónde se encuentre el escritor. Para escribir hay que escribir. Puede que esto se note o no en lo escrito, pero ese es otro asunto. Por supuesto, no es lo mismo estar en París que en el Medio Oriente y si eso ha afectado mi escritura diría que ha sido en el sentido de estar más sola, más alejada de cualquier centro, siendo más extranjera. Podría decirse que soy una “escritora marginal”, aunque Jerusalén sea el centro del mundo —y vivo a una hora de ese centro.
—¿Todo escritor no es, de alguna manera, un marginal?
—No todos los escritores son tan marginales. Hay quienes se las pasan en cuanto evento, presentación de libro, conferencia existe. Se reúnen y se leen los unos a los otros, hacen grupos, se pelean... Marginales son los que escriben desde la soledad, desde lejos de Caracas, por ejemplo o de las ciudades grandes. Eso creo que es ser marginal (marginal dentro de lo marginal). También se puede hablar de marginalidad lingüística: alguien que vive en otro idioma que no es el oficial...
—Su marginalidad es, en todo caso, escogida…
—Por un lado escogida (porque es muy chic ser marginal....jajajaja!) por otro, no tengo otra opción viviendo lejos de mi idioma y de mi país. Aunque si viviera en Venezuela también estaría lejos de los centros, creo, porque viviría en el oriente venezolano.
—Siempre Oriente.... el del mundo, el del país…
—Si, me encantan los orientes, aunque soy un poco desorientada.
—¿Cómo surgió el libro Los jardines de Salomón?
—Retomé la escritura con las crónicas que hice para Nuevo Mundo Israelita, con algunos poemas chillones y larguísimas cartas a mis amigos. Pensé que no escribiría más cuentos (que era lo que más me gustaba) hasta que una historia me llegó de pronto. Una historia venezolana-israelí que se me ocurría como una película de producción binacional (imposible de filmar en estos días). “Los jardines de Salomón” se llama ese cuento y es el que da título al libro. No lo escribí de un tirón, lo abandoné varias veces y comencé a escribir otras cosas, pero siempre pensé que si algún día lo terminaba iba a ser parte de un libro que llevaría el mismo nombre por una razón muy personal: fue el primer cuento luego de una larga sequía. Después, cuando escribí otros cuentos, me di cuenta que había un cierto espíritu “salomonesco” —por no decir salomónico— que podía dar unidad a todo un libro. De pronto tuve un proyecto de libro (ya no se trataba de escribir cosas sueltas, como había hecho siempre). Entonces por primera vez me senté frente a mi computadora a terminar ese libro. Fue un trabajo arduo: todas las mañanas me sentaba a escribir, a veces no salía nada, otras veces miles de historias fluían. Se puede decir que terminé el libro en un mes y medio de trabajo intensivo, hace justo un año. Además, estaba apurada porque tenía fecha de parto de mi segundo hijo y sabía que con un bebé recién nacido no iba a poder escribir. Fue un verano muy fecundo, se podría decir.
—Fue el verano de la guerra con Líbano…
—Nunca antes me había encontrado en una situación bélica y a pesar de que vivo lejos de la frontera —donde caían cohetes, sonaban alarmas y la gente vivía metida en los refugios— la sensación de muerte y fin de mundo estaba en todas partes. Los israelíes tienen una capacidad especial para soportar situaciones extremas aferrándose al día a día, cosa de la que carecemos los venezolanos. Lo cierto es que pensé que el mundo se acababa y yo no había escrito mis historias, así que con la urgencia que da esa terrible sensación de que en cualquier momento suena una alarma antiaérea y nos tenemos que meter debajo de la cama a esperar el final, me puse a escribir. Podría haber escrito un blog de guerra (hubo muchos) pero lo que menos quería era pensar en lo que pasaba. Si en algo ha influido en mi escritura la situación geográfica en la que me encuentro es en ese sentido apocalíptico de que hay que escribir más y hay que terminar los proyectos de escritura que uno tenga, independientemente de si luego quedan engavetados o ganan premios: escribir con la urgencia de quien no sabe qué le depara el futuro, por decirlo de una forma dramática. Hay quienes tienen la teoría de que en las dictaduras los escritores escriben más, bueno, pasa otro tanto con las guerras.
—El jurado de la Bienal acotó un cierto parentesco del libro con la escritura de José Antonio Ramos Sucre.
—¡Jajaja! ¿En qué sentido lo habrán dicho? Yo ni soy tan culta, ni tan elegante, ni tan poeta, ni tan insomne (si no duermo en este periodo de mi vida es porque tengo un bebé comelón).
—¿Qué significa ser profeta en tu tierra, viviendo lejos, justamente en tierra de profetas?
—Ojalá yo fuese profeta en mi tierra y ojalá ésta fuese todavía la tierra de los profetas. Hoy en día no hay profetas en Israel. Amos Oz dijo en una entrevista reciente, a propósito del premio Príncipe de Asturias, que era difícil ser profeta en la tierra de los profetas porque había mucha competencia. Seguramente hablaba de profetas muertos o presos... Y allá, en Venezuela, ojalá yo fuese profeta, qué no haría…
—¿La escritura se ve afectada por el hecho de que hables una lengua a diario y escribas en otra?
—Probablemente si, porque aparte de todo soy profesora de español y he terminado hablando un español muy neutro. Aunque los modismos siempre salen a flote.
—Y los paisajes tan ajenos, ¿cómo influyen?
—No sé, creo que han influido más en mi poesía, que también escribo, aunque es muy mala... pero seguro también en los cuentos... el desierto es muy impresionante!!!
—¿Qué viene en lo inmediato?
—De momento me dedico a disfrutar de este minuto de fama, no todos los días se gana uno un premio y es entrevistado. ¿Planes? Escribir una novela. Cuando terminé el libro me di cuenta de que mis cuentos eran cada vez más largos y pensé que lo que viene es escribir una novela. Me gustan mucho las narraciones largas y, la verdad, soy más lectora de novelas que de cuentos. Tengo las ganas, el gusto, las lecturas, algunas historias: ¡habrá que ver si eso es todo lo que se necesita para escribir una novela!

©Jacqueline Goldberg
Publicado en Papel Literario, El Nacional, 2007.

LUIS MORENO: de espaldas al infierno


A mediodía el teléfono es un bicho imprudente. Sea quien sea fastidia. Luis Moreno almorzaba cuando un inoportuno ring exigió el esfuerzo de abandonar un promisorio paraíso de pasta. Sin embargo, el nombre del interlocutor permutó hastío por nervios, hambre por dolor de estómago. «Es el señor Santos López de la Casa de la Poesía». De inmediato el poeta de 30 años recordó que un libro suyo se hallaba en las garras de la suerte y aquella llamada auguraba algún coqueteo con el Premio Internacional de Poesía Pérez Bonalde. La palabra felicitaciones se coló por el auricular como un susurro ajeno y remoto. Todavía incrédulo, Moreno hablo con López, luego con Eugenio Montejo, quien se encargó de explicarle en nombre del jurado que el libro Manual para los días críticos se había hecho merecedor de uno de los premios más importantes del país. Suspicaz como es, Moreno no se da aún hoy por aludido. Está feliz pero calmado. Orgulloso pero humilde. Reconoce la magnitud del galardón pero no por ello siente que la vida habrá de cambiar demasiado: continuará dando clases en la Alianza Francesa, de semiología y de literatura y religión en la misma escuela de letras donde se graduó hace seis años; seguirá reuniéndose con amigos para tomar tody a las cinco de la tarde en la avenida Bella Vista.
También la poesía permanecerá ahí como un puñal severo y silencioso, lentamente espesada bajo los ardores de esa ciudad natal que no le es del todo grata. «Por quitarme cierto estigma digo que nací en Santa Cruz de Mara, que es un lugar sin mayor importancia en la geografía zuliana y por tanto no existe. Dado que critico tanto a los maracuchos, eso me otorgaría el derecho de seguir haciéndolo con dureza. No me siento perteneciente a la extraña raza nacida a orillas del lago, no comparto muchos de sus rituales, me enerva su comportamiento, su extraña moralidad». Aunque tentado a dar cuenta de un relato apócrifo, soba con picardía una recién estrenada barba y ahonda a regañadientes en los rigores del tema autobiográfico: «Nací bajo el signo virgo en 1966, tengo ascendente cáncer y la luna en aries. La astrología me interesa solo desde el año pasado, cuando me hice la carta natal y como resultó tan favorable solo puedo aceptar tácitamente sus augurios. Esa carta hablaba de éxito en mi labor creativa y decía que en los primeros días de octubre iba a recibir una importante cantidad de dinero.....ja,ja,ja...¿sería el premio?».

¿Maracaibo permite escribir?

«Si, porque es una ciudad que no existe. A pesar de lo que dicen los cartógrafos no es más que un grupo de lugares poblados. Por lo tanto no existe tampoco como obstáculo. Uno vive aquí, pero habita determinados espacios rodeado de alguna gente que uno quiere. Por ser Maracaibo tan forzosa trato de escabullirme a su camisa. Prefiero, como mecanismo de defensa, omitir todo lo que ella puede obligar. Escribo de espaldas, sin considerar cuáles son sus gustos o su reprimenda. Sólo interviene en mi vida y en mi poesía de manera irónica y como una ofensa. No la nombro, porque además su mote me parece feo, hablo de algún lugar caluroso e infernal que ofende a las buenas ánimas que penan por aquí».

Una magnífica excusa para la poesía
«Es cierto que en una ciudad perfecta no se podría escribir. Maracaibo ha sido un karma a favor porque aquí he escrito, pero espero liberarme de él pronto. Espero no morir en Maracaibo, aunque no he escogido todavía ese lugar final.... espero que no sea Lagunillas, ni Santa Cruz de Mara, que también son espantosas».

El otro origen
Luis Moreno Villamediana pensaba estudiar ingeniería química, pero al enfrentarse a la planilla de preinscripción universitaria la mano adquirió una suerte de voluntad propia que talló el abismo de las letras, quizás viendo con horror pasar el resto de la vida en un laboratorio, cuando lo que más le gustaba era leer y escribir unos poemas torpes –dice– plagiadores del dolor de Vallejo o del encantamiento de Sanit John Perse: «Ahora no me queda más que imitarme a mí mismo, esa especie de ectoplasma que somos y no conseguimos aprehender».

El espejo primordial
«Mis lecturas en la universidad se alejaban del pensa de estudios. Es lo bueno de escoger un maestro a temprana edad. Antes de entrar a la universidad yo había leido Rayuela y como me pareció tan fascinante su combinación de intelectualismo y sentimentalidad me quedé prendado de Cortazar, cuya cultura e información permea toda la novela. Inmediatamente sentí curiosidad por aquello que el autor argentino refería y traté de buscar algunas cosas. Otros libros llegaron a mi por intuición y azar, por un olfato ingenuo que me hacía comprar títulos que sonaban interesantes. Luego descubrí que muchas de las obras leídas eran catalogadas como maestras.

¿Y el interés por la traducción?
«No estudié otros idiomas –francés, portugués e inglés– por abominar el español sino por requerimientos de la propia lectura. Es otra lengua la que permite tener la experiencia de la materia poética. El monolingüismo es una tragedia. No se puede ser un gran lector con un sólo idioma. Además, la traducción es un acto de creación».

También el ensayo es una obsesión..
«Como buen virgo no puedo ni quiero liberarme de lo que llamamos la reflexión, que no es más que una modalidad de la poesía. La literatura no puede ser ingenua, a diferencia de la pintura y la gente que la valora. Requiero un grado de pensamiento lúdico visceral, necesito a la hora de leer verificar cómo el libro halla cobijo en mi propia vida. Me exijo esas simetrías y analogías, el abanico de las referencias. El ensayo es quizás el momento en que el autor del poema se convierte en lector; es el género en que uno irónicamente comienza a hacerse preguntas. El ensayo es la gran metáfora, en él debe hablar un simulacro de interlocutor, la máscara que es capaz de fustigar toda la sentimentalidad de la primera persona. En este género se explaya la parodia, la crueldad, una voz teatral.

Dar clases de semiología... ser semiólogo
«Soy profesor de semiología, se de qué se trata, me interesa, pero no está para nada presente en mi poesía. Se ha visto en ciertos escritores que practican esa ciencia que ella suele conducir al fracaso, porque acumula una gran cantidad de nociones, abstracciones y jergas que aniquila la escritura. No creo que Umberto Eco sea novelista, probablemente pase a cierta historia como semiólogo.

¿Literatura y la religión?
«Esa otra cátedra que dicto me interesa más para mi trabajo personal. He descubierto cosas maravillosas en la cultura musulmana, en San Juan de la Cruz. He estado pensando vagamente en algunos poemas para un futuro libro, quizás al margen del poeta español, aunque soy un escéptico en materia religiosa, no creo que sea posible ninguna comunicación con Dios, ni siquiera creo que exista. No soy nihilista, pero si un hombre que duda. A veces me pregunto si dios existe, pero me respondo que él tiene tanto poder que ha hecho que yo no me interese por él. Dios no me necesita para la alabanza, la economía del universo, la salvación del prójimo, por lo tanto mi vida acepta si acaso que Dios sobrevive teóricamente como un ente antropomórfico, y eso porque me interesa su preservación como iconografía en el arte.

Pero algo nos ata a la vida....
«Desde el año pasado creo que hay un proyecto de destino y que tal vez sea planetario. Me interesa que sea así porque la carta natal me es muy beneficiosa y me gustaría que se cumpliera. Aunque el éxito que ella supone es demasiado hollywodense. Solo pido que no me traiga miseria».

La duda maniatada
Luis Moreno dice ver todos sus libros como una antología, sin una imagen central desarrollada. En Manual para los días críticos hay poemas muy viejos, rescatados de una agenda de principios de esta década, aunque el cuerpo del poemario está compuesto por textos más recientes. A esos poemas se suman unas traducciones tan personales que se convirtieron en versiones que no exigen ya el nombre del autor original: «Lo que escribo puedo restringirlo a cuatro estancias: los poemas de la persona, del hombre Luis que vive en una ciudad miserable que tiene tal o cual opinión y necesita tal o cual exilio; la segunda es la detenida visión del mundo, que en mi caso es miope; la tercera es la voz del amor, de la mujer que se ama; y una cuarta que es la voz prestada, la de los poeta que admiro».
Moreno ha venido ejercitándose en la espasmódica discplicencia editorial y de los concursos desde hace un par de años, cuando ganara la Bienal Pocaterra y su primer libro, Cantares digestos apareciera en Mérida bajo el sello de ediciones Mucuglifo. Seguro como parece estar de su destino literario, Moreno había reservado su segundo libro para una gran oportunidad, un espacio de confrontación que reiterara la fuerza y eficacia de su lenguaje poético. En la última edición de la revista on-line La Mano junto al muro, unos poemas de Moreno fueron puestos a navegar tras una insistencia casi intuitiva de los editores.

La cotidianidad ideal para un poeta
«La de un aristócrata cultivado. Alguien que puede levantarse tarde sabiendo que tiene algo que desayunar. Alguien que pueda pasear por una ciudad donde es anónimo, donde haya arboledas y espacios abiertos y con un clima decente. Alguien que pueda tomarse un café con toda la morosidad del mundo y trabaje sólo a medio tiempo en cualquier cosa que no exija demasiado a su espíritu, una labor que termine cuando cierra la puerta. Alguien que vaya al cine y consiga piezas no sólo norteamericanas. Alguien que regrese a su casa y encuentre a una esposa extraordinaria con la que hacer el amor.

Nunca escribiría...
«Tal vez en la madrugada. Eso sería lo menos importante».

Nada parecido a nuestras vidas...
«Siempre que uno sea capaz de olvidar que hay una posible culpa, que uno sea capaz de saltar sobre la camisa vuelta polvo, la escritura es posible. En Maracaibo hemos leído ya muchos poemas de gente que paga recibos de luz y compra pantaletas a la esposa. La realidad no es lo terrible. Yo también pago cuentas. Eso es natural. La dificultad está en creer que semejante cúmulo de detalles sean suficientes para hacer una obra literaria, como si la poesía pudiera reducirse al tráfago de la vida cotidiana. La poesía es esa vida doméstica, pero con un punto de vista, una agudeza verbal sobre ella. Es una ridiculez considerar que en el papel, como en una fotografía, se va desarrollando el día de cada poeta y que el lector deba aceptarlo sin mas».

Se necesita una voluntad férrea para evadir la realidad...
«Se requiere la voluntad de vencer la cotidianidad y la arrogancia de confiar en un destino literario, pensando que cuanto nos pueda ocurrir tal vez sea una ordalía y que al final lo que uno crea superior terminará por salvarnos de la mediocridad. La vida de nadie es en sí poética, porque de serlo mi vida rutinaria y aburrida no habría merecido el premio. No fueron mis 30 años los que concursaron, sino el Manual para los días críticos.»

El mundo poetizable
«Me gustaría que el mundo visible, que es mucho más importante que el teológico, tuviera una abrumadora presencia dentro de mi cráneo. Quisiera poder ver como ven algunos grandes poetas norteamericanos. Quisiera poder sentir como Funes, el personaje de Borges, pero menos patológicamente. Quisiera ser sensible al hecho de que hay vibración en las hojas y en las nubes. Es simplemente una aspiración».

¿Dónde queda la poesía urbana?
«Para ejemplificarla me restrinjo a un solo nombre: Rafael Arráiz Lucca. Lo único que he sacado de su poesía es un dato pragmático. Por él supe que basta un mínimo de crema dental en el cepillo para lavarse los dientes. Aparte de ese detalle que agradezco, no creo que su obra tenga suficientes grados de conmoción para hacerlo un poeta perdurable. Insisto, no es la ciudad, ni la raza, ni la cola en el banco lo que escribirá el poema. Es la mano que ha copiado esa realidad la que se encargará de transmutar esa miseria en magia. Parecería que la poesía venezolana de estos últimos tiempos se conforma con inventariar el mundo. Eso no es suficiente para que el lector intuya la existencia de una sensibilidad. Se requiere mucho más que la modestia del catalogador».

Tanta ironía, tanto simulacro.
«A veces pienso en eso y recuerdo que alrededor de los 18 años quise ser budista, todo por culpa de Cortázar que tiene un piso de cultura orientalista. Una de las consecuencias de Rayuela fue comenzar a pensar en la posibilidad de aniquilar el yo, siquiera como juego.... pero con mis condiciones y gustos sibaritas no pude continuar considerando la idea de extinguirme en vida. Entonces decidí un movimiento contrario: mantendría el yo pero lo vería desde una distancia sonreída e irónica, tratando de no tomarme demasiado en cuenta. Me propuse que la vanidad mostrada a mis interlocutores fuera artificiosa, construida para el momento. No quiero tomarme casi nada en serio, aunque mis amigos me consideren distante y excesivamente racional. Esa distancia establecida como imposibilidad budista fue reforzada por lecturas a algunos grandes ironistas como Borges y Montaigne. La ironía es una gran virtud en la literatura, más que la piedad. Prefiero ser cruel y burlón. Me es imposible ser públicamente afectuoso.....Claro, algunos amigos han descubierto la artimaña y ven en mi ironía un parapeto que estimo y alimento».


©Jacqueline Goldberg
Publicado en Papel Literario, El Nacional, 1998.

KRINA BER o la conquista de una lengua


Como E.Cioran o Samuel Beckett, Krina Ber batalla con una lengua que no es la suya. Como ellos necesita domar los riscos de una escritura para sobrevivir. Como ellos y tantos otros pretende forjarse una identidad y a la vista está que no reposará hasta que crezcan raíces de sus manos.
Esa tarea, ardua por demás, ha sido emprendida por Ber con suma paciencia, asombro y, sobre todo, mucho goce. Krina Ber disfruta escribiendo, hurgando en el lenguaje, suponiendo que erige mundos alternos, fugaces, protectores. Pretende que nadie la espera más allá del filo de las palabras. Asume que la escritura es un camino que va trenzando a medida que se aleja de quien es, de quien fue, de lo que tal vez hubiese sido.
No gusta regodearse de su hazaña biográfica, pero sólo esta la explica: nació en la devastada Polonia de 1948; la transplantaron a Israel a los nueve años; cuando terminó el servicio militar se fue a estudiar arquitectura a la École Polytechnique Federal de Lausanne; en Suiza se casó con un portugués y en 1975 ancló sus desiertos en Venezuela.
Su primer libro, Cuentos con agujeros, pese al empeño de los vastos exilios del alma y al acento escarpado que rige su voz, es tan o hasta más venezolano que muchos otros, si es que semejante impertinencia tiene alguna importancia a la luz del actual debate sobre la narrativa de la comarca.
El libro fue galardonada con el Premio Monte Avila de Narrativa para Escritores Inéditos en el año 2003 y dos de sus cuentos resultaron a su vez finalistas en el 56 Concurso de Cuentos de El Nacional y en el III Concurso Nacional de Cuentos SACVEN.

La escritura como país
Krina Ber escribía de niña poemas. Sus padres creyeron que aprendería hebreo y que una simple calistenia la haría volver a la literatura. Pero no fue así. El polaco se convirtió en la lengua de sus secretos, hasta ser desechada y sustituida primero por el hebreo, luego por el francés y más tarde por el español. La escritura permaneció por muchos años extraviada en esa vorágine lingüística y fue hace cinco años cuando reapareció, forjando no solo un cuestionamiento estético sino también una identidad: “El castellano en principio fue la lengua que me servía para escribir memorandos de obras. En el año 2000 me di cuenta de que solo estaba leyendo diccionarios y los manuales escolares de mis hijos. Eso me impulsó a seguir hurgando en la lengua y a comenzar a leer mucho. En realidad ha sido una manera de combatir el aislamiento, una forma de sentirme mejor integrada. Uno necesita un idioma cuando escribe, no seis. Y yo no podía pensar en escribir en una lengua que dejé de usar a los nueve años. Era una lucha. Había dejado de escribir porque cambié de intereses, de país, porque me casé, porque estaba haciendo arquitectura. Simplemente me alejé de esa parte de mi. Reencontrarme con la escritura me ha hecho muy feliz. Digo, como Bryce Echenique, que quería escribir antes de ser escritora”.
Ese adentrarse en la lengua y en la escritura pasó por todo un proceso que, finalmente, no es muy distinto al que sucede a cualquier escritor en busca de su voz: “Fui a inscribir a mi hijo menor en Psicología y sentí que la universidad era un lugar donde había estado antes y donde debía quedarme. Y me quedé. Tomé un curso como oyente de Técnicas de investigación en la Escuela de Letras. Los días que iba a ese curso me sentía en paz, feliz. Al año siguiente, hice también en la UCAB el taller de narrativa con Eduardo Liendo, donde descubrí que podía escribir algo más que mi propio diario. Después tomé unos cursos en Icrea, el taller del Celarg con Eloy Yague y más tarde entré en la Maestría en Literatura Comparada de la UCV, que actualmente estoy culminando”.
Tras un poco de paciente lidia con la literatura —gusta leer mucha narrativa española contemporánea— cesó la angustia que produce conquistar otra lengua: “El español no es otra lengua, es ya mi lengua, por más que tenga un acento que sobresalte a la gente. Y escribo con un tono que dicen caraqueño porque toda mi vida adulta ha transcurrido en Caracas. Todo lo que sé del español lo sé de los libros y de mi habla diaria, del habla de mis hijos, de los amigos de mis hijos. La lengua permite entrar en un mundo propio. La lengua nos une a todos, pero es de cada uno. La lengua es una patria, un vínculo que me hacía mucha falta en la vida y no me daba cuenta”.

Agujeros que disienten
Para la autora agujeros es un “término multiuso que abarca toda clase de grietas y huecos en la superficie de la realidad, madrigueras virtuales, guaridas para esconderse y perderse; incluye también algunas rendijas de bordes inciertos, donde se cuelan a veces fugaces atisbos de otras realidades”.
De esa premisa parten cada uno de los relatos que conforman el libro publicado por Monte Avila Editores a fines del año pasado. Esos agujeros a veces son un parque, un automóvil, una habitación, sitios reales: “Al principio no tuve conciencia de que los agujeros serían el hilo conductor del libro. Uno no escribe con tal conciencia. Los agujeros traducen una relación conflictiva que quizá tengo con la realidad, con la manera de enfrentarme a lo real. Los agujeros son sitios donde uno encuentra un respiro, una protección contra la realidad que es demasiado real, demasiado cruda. Son una especie de antídoto. Es como la escritura misma: un exorcismo que nos limpia y protege de la realidad. Un agujero es entonces una distancia, sitio donde esconderse.
Ber señala que cuando comenzó a leer en español uno de los primeros libros con los que se topó fue con la novela La insoportable levedad del ser de Milan Kundera y el título la remitió de inmediato a la lucha del hombre contra la levedad que lo devora: “Uno escribe principalmente para crearse un balasto, un anclaje, porque es preferible hundirse con él que ser llevado como hoja por el viento. Yo pertenezco definitivamente a la raza de los pesados, los que no logran mudarse de un cuarto a otro después de haber cambiado de país tantas veces. Los pesados no soltamos experiencias ni vínculos, le damos importancia a todo lo que nos ocurre, miramos mucho hacia atrás, peleamos con el tiempo, buscamos el sentido, tratamos de recoger en una totalidad nuestros pedazos desparramados por los caminos del pasado. Mis personajes son también pesados, expresan mi afán de pesadez. Eso tiene que ver con mi doble condición de arquitecta y de judía, dos partes de mi cultura que implican un peso. Por más que no soy religiosa ni practicante del judaísmo, por más que no me he casado con un judío ni he buscado lazos profundos con la comunidad hebrea como tal aquí en Caracas, por más que mi historias no tratan de este tema sino muy tangencialmente, estoy convencida de que escribo como escribo porque soy judía”.
Dos de los relatos muestran el tema del Holocausto como una muy profunda preocupación de la escritora: “Pertenezco a una generación que nació inmediatamente después de la guerra. Y esa es una generación que jamás escuchó a sus padres hablar del Holocausto. Olvidar no se podía, sin embargo los sobrevivientes trataban de no transmitir su experiencia. Yo soy una inmigrante perpetua. Vengo de una familia truncada de la que solo quedaron con vida mis padres y un tío materno, quien logró la hazaña imposible de escapar de Treblinka y salvar a mis padres. Para mi la guerra y el Holocausto existen como una nube que me persigue. Sin embargo, mi condición de judía condiciona mi sentido del pasado, del no olvido, la ética de la condición humana, la visión del éxito y del fracaso”.

©Jacqueline Goldberg
Publicado en Nuevo Mundo Israelita en 2005.

Las desprevenidas lecturas del aire


Quien osa leer en los antárticos escampados de los aeropuertos o en el vientre de sísmicos aviones, lo hace con el despropósito de asumir una identidad provisional. Al menos así parece indicarlo una breve encuesta realizada vía Internet entre periodistas, escritores y artistas plásticos.
Los aeropuertos calzan a la perfección con lo que el antropólogo Marc Augé ha denominado los “no lugares”: espacios de soledad y desarraigo, donde la identidad se diluye sin dejar respiro al diálogo. Más aún, en estos espacios se mediatiza la comunicación con uno mismo, perplejizándose todo gesto.
Yolanda Pantin define los aeropuertos como desabridos espejos –iguales en todas partes del mundo–, una cosa pulida y anónima, donde las personas nadan como autistas.
La lectura, en esos “no lugares”, deja de ser un acto íntimo e irresponsable, para asumir las estrategias del discurso social. Quien lee provoca, protagoniza y alimenta retahilas arquetípicas. Pocas veces se lee lo mismo en un aeropuerto que en el mullido silencio de la habitación. En raras ocasiones nos permitimos comprar una revista femenina o un bestseller para ser almacenado entre los cultísimos volúmenes que se enraizan en la biblioteca.

Vértigo sobornado
Aeropuertos y aviones son el “no-lugar” idóneo para la lectura desprevenida, desechable y hasta medicinal. El miedo, en muchos casos, es el semillero de todas los argumentos.
Milagros Socorro traza la genealogía del espanto: “Ya sea que se admita o no, todos tenemos miedo a los aviones. Miedo de estar atrapados en ellos por horas; miedo de que despeguen sin nosotros; miedo de abordar la nave equivocada y terminar en Australia sin visa ni conocidos”.
Israel Centeno se asume como el mandamás en los predios del terror: “Yo, sencillamente, me paralizo en los aeropuertos. Como soy bibliófilo compro libros y llevo dos o tres debajo del brazo, aunque luego ni los recuerdo. Pero debo decir que tener al libro conmigo me da seguridad, es como manejar cierta cábala, es como creer que si uno empieza una novela en un viaje no debe terminarla, para así poder continuar leyendo en el lugar de destino”.

Ícaros escrutadores
No en todos los andarines erupciona el miedo a volar. Por eso a veces los “no lugares” adoptan las formas del desenfado, la lectura amena y bulliciosa.
Yolanda Pantin declara que por no padecer vértigos voladores disfruta al máximo: “La bandejita con la comida, la botellita de vino, la frazada, la película, tratar de dormir en el incomodo asiento, despertarme a medio vuelo y ver la penumbra azulada”.
Miguel Angel Campos, ensayista venezolano acidificado por no pocos itinerarios, comenta: “Cuando viajo, generalmente elijo un libro complicado, que he estado posponiendo. Lo coloco con esmero en mi maletín de mano. Me hago la solemne promesa de dedicarle esas horas vacías en las que no pasa nada aparte del fastidio de esperar por el avión retrasado –o que no llegará. De regreso a casa reparo en que ni siquiera abrí el libro, efectivamente, el tiempo lo dediqué a angustiarme por las novedades de la línea. Lo ideal sería llevarse una buena provisión de literatura de terror, incluir, por supuesto los instrumentos de la degollina, a mano, como el libro elegido, para ejercitarlas con los miserables empleadillos”.
Acostumbrada a andar de viaje en viaje, Melania Suárez se apertrecha con cautela: “Si voy a ver a amigos, llevo la prensa del día, los suplementos del fin de semana y la revista Exceso, que siempre son souvenirs que se agradecen. A veces también me lanzo con cosas como las Selecciones, la Vanity Fair y otras revistas de misceláneas, porque en los aeropuertos y en los aviones la fauna es tal que me impide concentrarme en la lectura. Me parece que el 90% de las veces que una persona decide comprarse un libro es porque se va de viaje, y si yo fuera escritora, escribiría una novela para viajeros”.
Miryam Salazar, periodista ocupada en los vaivenes de un altísimo cargo internacional en una empresa audiovisual es tajante: “Uso los aviones y los aeropuertos para terminar libros pendientes. Pero lo que más leo son reportes, informes y cosas que usualmente no me da chance de leer en la oficina”.
Saul Sosnowski, desde la Universidad de Maryland, señala que hay una literatura de aviones, trenes y omnibuses de larga distancia, que nos inmersa en su lectura y permite dejar el libro para el próximo pasajero sin culpa ni ausencia en la biblioteca.
Mientras Adriana Meneses (directora del Museo Jacobo Borges) lee revistas antes de embarcar y un libro en el avión, Luis Camnitzer lamenta no ser un encuestado de utilidad, asegurando ojear en los viajes lo mismo que en su casa. Por otra parte, el argentino Tomas Eloy Martínez no teme desandarse: “En los aeropuertos y aviones leo basuras envasadas en forma de libros, para distraerme de la ansiedad. La idea es que llevo tantos libros en la maleta y en el bolso de mano, que puedo botar en la basura los de viaje. A veces tropiezo con algunas policiales de calidad, como las de Patricia Highsmith y Jim Thompson, y entonces me las guardo”.
Israel Centeno jura llevar consigo crónicas de viaje: “Pero fundamentalmente leo los anuncios de no fumar y las caras de las aeromozas; en ella uno puede saber si todo va bien. Ah, me gusta leer en los baños de los aviones cuando existe mucha turbulencia, sentarme en la poceta y abrir el libro, ver las letritas que no me dicen nada y esperar el desastre”
Milagros Socorro explica que por lo general carga con lo que esté leyendo en el momento: “Pero como casi siempre leo más de un libro a la vez, elijo como acompañante aquellas lecturas que permiten un consumo fragmentado, como el relato corto o la crónica. Recuerdo muy especialmente mi trasiego aéreo por la Autobiografía de Alejandro Otero: lloré tanto en ciertos pasajes que la aeromoza vino a ofrecerme una servilleta para secarme”.

En brazos del dzestino
Harry Almela relata que una oportunidad, a finales del primer gobierno de Caldera: “venía de Bogotá y en el aeropuerto compré una espantosa biografÌa de Carlos Marx, cuyo autor ya ni recuerdo. Cuando llegué a Maiquetía, tuve serios inconvenientes con el personal, pues me acusaron de comunista”.
Joan Friedman, catedrática del departamento de lenguas modernas y literatura de Swarthmore College y estudiosa de la literatura judía venezolana, recuerda que le regalaron un ejemplar de Cliper, novela de Alicia Freilich: “Lei la obra entre Maiquetia y Philadelphia, con escala en Miami y cuando llegue a mi casa, llamé a la autora y le rogué me permitiera traducir el libro, que fue publicado el año pasado por la Universidad de Nuevo México”.
En la película El Turista Incidental o un Tropiezo llamado Amor, William Hurt afirma categórico: “Siempre lleva un libro contigo para que te refugies en el si te toca un compañero de vuelo fastidioso”. Y a pies juntillas –sólo por si acaso– siguió el consejo Milagros Socorro hace tres años exactamente: “Tomé un vuelo nocturno hacia Maracaibo. Llevaba conmigo una recopilación de crónicas de Monsiváis en la que no lograba avanzar ni una línea porque el aparato se remecía como si flotara en el vientre de una piñata. A mi derecha un desconocido repasaba tranquilamente un libro de Derecho Tributario. Cada tanto, a hurtadillas, deslizaba mi mirada hacia las páginas que aquel hombre leía como si no fueran sus últimos minutos de vida. En realidad fueron sus últimos minutos extrañado de mí, porque desde entonces no hemos vuelto a separarnos”.

La mirada en otra parte

Leer no es tan sólo el ejercicio solitario de deslizar los ojos por una página. También hay una lectura del espacio y la gente, sobre todo en aeropuertos, donde la concentración emprende férreas batallas.
Mara Morillo, periodista venezolana, se explaya en el tema del fisgoneo desde su apartamento en Berlín: “Si hay algo que disfruto especialmente en un aeropuerto es contemplar. La variedad de apariencias, los idiomas, los gestos, los pasaportes. Ah, sí, los pasaportes. La identificación con un origen, la diferenciación cultural más inmediata en medio de ese caos. Me encanta tratar de adivinar qué historia traerá cada quien consigo, qué deja tras de sí, y por qué va a dónde va. Las escenas siguen siendo las mismas en todas partes. Reencuentros, miedos, incertidumbre, despedidas. Sin embargo, no pierden su fuerza ante mis ojos. Cada viaje es un encuentro con la contradicción del mundo”.
Ernesto León, más atento a los contrastes visuales que al discurrir de las letras –aunque es lector voraz– disecciona los “no lugares”: “Las obras plásticas que me gustan en los aeropuertos son las que representan la vegetación, cerámicas de colores suaves y que incluyen agua. No me gustan las obras que representan el metal, el brillo, el poder y la dureza de los imperios, especialmente cuando vengo de estar montado en un avión. Recuerdo un vuelo de Air France en el que los menús eran reproducciones conocidas de pájaros, ilustraciones naturalistas muy hermosas que años después me inspiraron para realizar unas serie de Guacamayas africanas. No me interesa hablar con la gente en los aviones y de vez en cuando miro a las aeromozas con ingenua simpatía”.


©Jacqueline Goldberg
Publicado en Papel Literario, El Nacional, 1999.

FEDERICO FERNANDEZ: Aladdin y sus hoteles maravillosos


Mayerling Urdaneta, Miss Playboy TV Venezuela 2003, se sienta derechita en la orilla de la cama. El aireado vestido blanco que reposa sobre sus 64 kilos y los 96 centímetro de su bronceado pecho, no le permite mayores acrobacias. Federico Fernández se desliza a su lado, apenas orientado por la tibieza algo húmeda del aire. Desde el filo del mullido edredón de plumas, bajo tules escarlata y una cúpula que se abre a la noche casi terminada, echan un vistazo a la piscina, sobre cuya mansedumbre flotan velas y pétalos de rosas. A ratos son estremecidos por intensas ráfagas de aceites aromáticos, esencias, pero sobre todo, por los misteriosos efluvios que perpetúa el sexo. Tras ellos hay un baño de vapor y una ducha con puertas transparentes. El decorado es árabe, las lámparas y los tapetes suntuosos como los de un palacio lejano. Están en la habitación bautizada como Aladdin, la presidencial, de dos niveles, la que cuesta trescientos mil bolívares las primeras seis horas.
De pronto, la sensualidad del fantasioso paraje es aderezada por un par de morenas que emprenden la danza del vientre al ritmo de una música a estruendoso volumen. Mayerling y Federico, sentados aún en las comisuras del tibio tálamo, se miran, susurran unas pocas frases y sonríen. Una docena de flashes les disparan sin misericordia. Toda la prensa local y nacional está allí, la televisión, las revistas más fashion, incontables curiosos que han sido convidados a la gran inauguración del Hotel Aladdin en Maracaibo. Es el 31 de octubre del año 2003. Los periodistas, wiskey en mano, han hecho un recorrido por las suites más exquisitas del nuevo vástago de la cadena hotelera —la japonesa, la africana, la que tiene una copa de champagne por jacuzzi— y han terminado con la boca hecha agua en el aposento VIP. Allí, el plato fuerte es el guapísimo y joven director de los hoteles y la Miss Playboy, con su 173 centímetros de estatura.
La gala entusiasma a los invitados con todo un repertorio de seducción: sushi, platillos árabes, música, pipas de agua, obsequios, una noche de estreno y personajillos de aquiladata farándula como Luis Chataing. Pero la Miss Playboy de 27 años acapara la atención envidiosa de todas las féminas y las obscenas miradas de cada uno de los machos presentes. Federico Fernández no se despega ni un segundo de ella, musa y gancho publicitario de la ocasión. Por casualidad —aunque su nombre intraducible y su apellido de prócer lo anticipen— Mayerling Urdaneta es maracucha. Fue contratada especialmente para emperifollar el evento luego de que el canal de televisión Playboy hiciera un programa sobre los Hoteles Aladdin que saldrá al aire el próximo verano. La Miss Playboy TV Venezuela 2003 hizo un resquicio en la agenda que la había llevado a Roma y tras un enrevesado itinerario —jet lag incluido— consiguió llegar a Maiquetía ese mismo día en la tarde. Una de las avionetas de Fernández la trasladó al terruño. Luego, terminada la faena inaugural, trabajó durante un mes para Aladdin, lo que incluyó una sesión fotográfica en Los Roques. El chisme del ardiente escarceo amoroso entre ambos, sin duda, estaba servido.
Pero Federico Fernández lo niega todo y hasta se sonroja como un párvulo cuando le sugieren que a sus 44 años, con porte y fortuna, ha de ser un soltero muy codiciado. “Con el diez por ciento de las fantasías que las personas se hacen sobre mí, yo tendría el día bastante ocupado. Se parte de que siempre la vida de los demás es mucho mejor que la de uno. Mayerling estaba en su trabajo y yo en el mío. Su tarea era ser una especie de Publicity Stand y la mía accionar aquel hotel. Pero la gente piensa que porque esta niña se quedó en nuestro hotel y fuimos a Los Roques pasó de todo, que vivíamos en una sola rumba. La imaginación de la gente es algo que me hace gracia porque, por supuesto, tú les dices lo que quieren oír, pero si les dices que es mentira, no te creen. Es preferible callar y dejar que se lo imaginen todo”.

Hay indicios de que Federico José Fernández Machado es lo que él dice y no lo que los demás creen. Pero ser uno de los inventores y amos de la cadena de hoteles de alta rotación más famosa del país —Aladdin es la empresa hotelera con mayor crecimiento en Venezuela en los últimos 10 años, atienden a 1,5 millones de personas anualmente en siete hoteles ubicados en Caracas, Maracaibo, Valencia, Puerto la Cruz, San Diego y Barquisimeto— sin duda no permite adivinar su voz bajísima, sus gestos acompasados, sus anhelos sofisticados. Tampoco sus atuendos de última moda, su figura atlética y una cierta actitud de vencedor, dejan vislumbrar el soñador empedernido que hay en él.
La idea de que Fernández vive de propiciar el amancebamiento ajeno en lugares medio clandestinos y afrodisíacos —algunas de las habitaciones incluyen champaña, bombones, rosas, velas y fresas con chocolates, con la precisa promesa de “magia, sensualidad y misterio”—, le infunde una imagen perturbadora entre mujeres, colegas y amigos. Pero él ha sabido esquivar los comentarios que considera discriminatorios —sobre todo en el pacato ambiente valenciano, donde tiene su centro de operaciones— con el argumento de que lo suyo es un negocio rentable, con los mismos problemas financieros de cualquier empresa. “Sobre todo en Venezuela las personas toman el tema de Aladdin, de los moteles, como el eje central o el chiste de la conversación. Por lo menos al principio. Pero yo he aprendido a maniobrar y poner el tema en su lugar. Eso, sin duda, tiene que ver con el enfoque que antes se le daba a este tipo de hoteles, por lo general creados por inmigrantes que se mantenían a muy bajo perfil y no tenían necesidad de defenderse socialmente. Yo, desde el comienzo, vi el asunto como una empresa que iba a crecer, a tener sucursales, un nombre, mercadeo. La gente me caía encima con la parte del bonche de fin de semana y yo manejaba mis cosas corporativamente. No me da ninguna vergüenza decir en qué trabajo. Recuerdo que un día estaba en un matrimonio en Valencia y empezaron a jugar con el tema. Alguien trató de menospreciar el negocio, de hacer un comentario peyorativo. Solo respondí que yo vendía un servicio, que alquilo habitaciones y que no es problema mío lo que se haga dentro de ellas. Para colmo el hermano de la novia me preguntó, delante de un grupo de personas conocidas, si le iba a regalar una habitación a la novia. Tuve que responder que le iba a dar la misma donde él iba con su pareja todos los jueves en la noche. ¿Me imagino que si es buena para ti, es buena para tu hermana?, le asesté”.
Cree en los controles de calidad, por eso a veces duerme en sus propios hoteles.“Tengo que ver si todo está bien, si las instalaciones funcionan. Si no pruebas el producto que vendes, no sabes a qué sabe. Pero mucha gente piensa que vivo en un solo bonche dentro del hotel. No entienden que tengo cuatrocientos empleados con cuatro ojos, ochenta por ciento de los cuales son mujeres. Claro, también voy por gusto y bonche. Todo en la vida no puede ser trabajo”.

De todas maneras Federico Fernández es un acertijo. No en vano lo llaman por ahí Aladino, como el del cuento de Las Mil y una noches, que halló una lámpara mágica y pidió deseos. Su vida parece una aventura narrada por una Sherezade postmoderna incapaz de seguirle el trote a un infatigable personaje. Y es que Fernández, cosmopolita hasta los tuétanos, suerte de James Bond del nuevo milenio, es un hombre hiperquinético, que duerme poco, juega fútbol todos los fines de semana, no fuma, maneja sus propios aviones, carros, lanchas y motos ultimísimo modelo y le apetecen los deportes extremos, sobre todo el novedoso kitesurf, que al fusionar la adrenalina del wakeboard y del windsurf permite alcanzar una velocidad de hasta 80 kilómetros por hora y dar saltos de diez metros de alto. Lo suyo es la tecnología de punta, lo más in. Es capaz de dar la vuelta al mundo para buscar aquello que se le ha metido en la cabeza. No se detiene ante las negativas. En el trabajo es obseso y hasta delirante. Su lema pareciera ser “todo se puede”.
Nació en marzo de 1960 en San Juan de los Cayos, estado Falcón, un diminuto pueblo pesquero ubicado a cuarenta minutos de Chichiriviche. Su madre, Bety Machado, oriunda de Mene de la Costa, trabajó algunos años con los ingleses atraídos a la zona por el hallazgo petrolero. Luego, cuando el capital gringo espantó a los ingleses, se mudó a San Juan de los Cayos, donde conoció al padre, José Fernández, un prestamista que compraba cosechas de coca —como se le llama a la parte suave dentro del coco— de la que, al secarse, se produce aceite. Los Fernández adquirían la producción de la zona y la vendían a través de una pequeña flotilla de camiones de su propiedad. El abuelo materno, mientras trabajó en la empresa petrolera, fue asistente de médico, después tuvo una farmacia, y llegó a ser presidente del Concejo Municipal en los primeros suspiros de la democracia. Por su parte, el abuelo paterno fue Registrador del pueblo.
El padre nunca hubiera querido abandonar la tranquila vastedad marina que arropaba a la familia. Pero la madre, que por su roce con forasteros se había asomado a la anchura del mundo, quiso emigrar a la ciudad. En 1970 se mudaron a Valencia, donde el futuro galán siguió ostentando una vida a la intemperie, llena de deporte y hazañas callejeras, como en el lar natal. Estudió en un colegio de curas españoles y en 1977, con apenas 16 primaveras, partió hacia la ciudad estadounidense de Pittsburg. Su hermano mayor —son tres varones y una hembra— se había ido al norte gracias a un intercambio estudiantil y la familia adoptiva de este invitó a Federico a concluir allá el High School, acogiéndolo como un hijo. Luego, aupado por la visionaria y pujante parentela, ingresó a la Universidad de Pittsburg, donde estudió Administración y Mercadeo e hizo un master en Ingeniería Industrial y Finanzas.
Ocho años después, ya echo un musiú, con acento y todo, volvió al país. Su familia, que había saltado al ramo de la construcción, lo envío a San Juan de los Cayos a administrar una ferretería. “La transición en los primeros meses fue muy fuerte. Salir de Pittsburg a San Juan de los Cayos era como retroceder cien años. Tuve una vida tan progresiva, tan estresante y acelerada de Pittsburg, que me fue muy complicado retomar la vida de provincia. Me acostumbré porque ya desde entonces viajaba mucho al interior. Sin embargo, muchas veces quise regresarme a Pittsburg. Todavía a veces pienso en Estados Unidos como una posibilidad”.
Tras separarse del negocio familiar por unos cuatro años y trabajar por su cuenta en vialidad agrícola, volvió con mas ímpetu al regazo e impuso su sabihondez. “No se estilaba en esa época, pero empezamos a meterle tecnología a la empresa de distribución de cemento, que ya era el Grupo Fernández. La empresa creció diez veces en cuatro años, abrimos otras empresas, hicimos contratos con el gobierno”.
El negocio hotelero arrancó en 1985 cuando el Grupo Fernández fue invitado por otros tres socios a construir y administrar en Valencia el hotel El Castillito —también de alta rotación—. “No conocíamos el negocio. Mi hermano y yo no creíamos en los números que nos prometían. Por eso hicimos nuestro propio estudio de mercadeo: nos parábamos frente a uno de esos hoteles a medianoche, contábamos, y nos sorprendíamos. Fuimos viendo entonces la rentabilidad y decidimos asociarnos para El Castillito, diseñado por el mismo arquitecto del Big Low Center. Ese hotel fue el más exitoso del grupo en toda la historia, porque por primera vez se ofrecieron supuestos ‘lujos’ dentro de las habitaciones: televisor a color, aire acondicionado y secadores de pelo”.
A fines de la década de los ochenta el Grupo —su bitacora sumaba ya media docena de hoteles— con la participación siempre glamorosa y ambiciosa de Federico —los hermanos y el padre prefieren el bajo perfil—, comenzó a asistir a ferias hoteleras alrededor del mundo, donde se empapaban de distintas influencias, entendiendo que la competencia se hacía más fuerte y la diferenciación necesaria. Brasil, siempre a la vanguardia en materia erótica, aportó por esa época ideas fundamentales como el baño de vapor y la noche de bodas, cuando la usanza conducía a los novios a suites ejecutivas de hoteles cinco estrellas.
Alrededor de 1993, con la idea de que fuera uno más del lucrativo rosario, construyen el primer Hotel Aladdin. Pero la introducción de arquitectura y decoración árabe —con fantasías inspiradas en el frenesí de Las Vegas— propinó un éxito tal que decidieron dar continuidad al nombre y experimentar con mayor desenfado en las próximas sucursales.
Al erigir el segundo hotel Aladdin en Barquisimeto, el arquitecto quiso introducir en todas las habitaciones el llamado “burrito” o “silla”, un artefacto alfombrado de origen romano que incentiva a la variedad de maromas sexuales. El socio francés de los Fernández prohibió el artilugio, pero el arquitecto, descorazonado —y adorador empedernido de lo exótico—, dejó uno en la Suite Este del hotel. “Poco después de abierto el hotel recibí una llamada del gerente para explicarme que había gente esperando por la Suite Este. Yo no entendía, decía que todas eran iguales. No me acordaba de que el bendito aparato estaba ahí. Eso hizo que instaláramos ‘burritos’ en todas las habitaciones de los otros hoteles”.
La sofisticación de los hoteles Aladdin comenzó hace unos cinco años con la construcción de la sucursal de Caracas, situada en la avenida Guaicaipuro de El Rosal. Sin embargo, fue el proyecto del Aladdin Maracaibo el que desentrampó la imaginación de Fernández y lo condujo a tomar ideas de las empresas hoteleras más sofisticadas del mundo como son el Grupo Aman (Amanjena) en África, Design Hotels (Europa), Península (Asia) y W Hotels (Estados Unidos). La sed de innovación acabó llevando a Fernández a África y Oriente. “No teníamos porqué seguir adquiriendo imitaciones. Nuestro proveedor de Miami —un judío venezolano casado con una correligionaria de Casablanca— me acompañó a Marruecos, me llevó al mercado, a los proveedores. Luego yo solo fui a China e India”.
Para el nido maracucho adquirió maravillas. Las habitaciones, todas diferentes, muestran ambientaciones temáticas propias de China, Japón, África, Tailandia y Marruecos, decoradas con objetos, lámparas artesanales, alfombras pintadas con hena y accesorios importados directamente de esos países. Asimismo, hacen gala de lencería importada, pisos de mármol, productos de tocador de marca, equipos de sonido y televisión de alta tecnología.
Pero más exótico que adquirir afeites de lejanas tierras fue para el proveedor marroquí embarcar su mercancía rumbo al fin del mundo. De hecho, cuando el container de cuarenta pies de largo salió de Marruecos vía marítima, Fernández recibió una llamada desde Marrakech: no sabían dónde estaba Maracaibo. Debió pedir al capitán que buscara un mapa y explicarle la ubicación de la ciudad y del lago que hasta el pirata Sir Henry Morgan halló en 1669.
Los planes inmediatos de los Hoteles Aladdin —además de adueñarse de cinco estrellas para sus refugios— son internacionales. Abrirán sucursales en Madrid y la más inmediata en Miami —ubicada en South Royal Poinciana Boulevard, cerca del aeropuerto—, un hotel tipo boutique de ocho mil metros cuadrados y 53 suites, con una inversión de nueve millones de dólares.

La apertura de un Hotel Aladdin nunca ha sido un deseo cumplido con instantaneidad como los del genio de la lámpara. Mil y un vericuetos burocráticos deben ser superados. En Caracas, por ejemplo, la permisología aprobada durante la gestión de Irene Saéz, alcaldesa de Chacao, fue echada por la borda apenas llegó su sucesor, Leopoldo López. Fernández admite que el asunto tiene que ver con el enredijo moral que genera su negocio. Incluso cuando el hotel comenzó su osada campaña publicitaria —la que decía “Matador” y “¿Papaya?”— y quiso colocar una gran valla en su fachada, la Alcaldía de Chacao, atendiendo el pedido de una cofradía de pudorosas damas del municipio, se negó y el propio Leopoldo López la arrancó con sus manos. “En esa época él era medio Rambo”, acota Fernández con picardía, recordando que en el cine también se armó un lío cuando el circuito de Cines Unidos se equivocó y proyectó la propaganda antes de una cinta de Disney.
Fernández acota: “Le ganamos a la Alcaldía de Chacao los dos juicios que abrimos. Pero la valla tenía un amparo y cuando se venció la quitaron. De ahí seguimos adelante, llegamos a un acuerdo porque estamos haciendo otro hotel en El Rosal, que será más tipo boutique — sin patrones de repetición y atención individual— y que abrirá en un par de meses. Solicitamos el uso de la calle y como contraprestación pidieron que les construyéramos y donáramos una plaza igualita a una que la arquitecto de la Alcaldía había visto en New York, en la 53, entre la Quinta y Madisson, entre dos grandes moles de concreto. Incluso en un viaje a New York le tomamos fotos a la plaza”.
Acostumbrado al suplicio mítico de Sísifo, reconoce que sus proyectos hoteleros son polémicos, pero hace énfasis en que no le gusta hacer cosas a escondidas. La erección del hotel de Maracaibo también encontró tropezones. Hace diez años quisieron hacer un Aladdin en la avenida Milagro Norte —muy cerca de donde pronto será inaugurado el Centro Comercial Sambil— pero los vecinos, sacerdotes italianos del colegio Rosmini, se opusieron y el alcalde Fernando Chumaceiro no aprobó los trámites. “También ganamos el juicio, pero no pudimos construir el hotel. Perdimos la inversión y nos tocó hacer unos apartamentos en el terreno. La obra entonces fue posible años después porque el propio alcalde Gian Carlo Di Martino, cuando vio el proyecto de Caracas, nos llamó y nos pidió que invirtiéramos en Maracaibo. Él quería que fuera menos motel e hicimos los cambios necesarios. Puedo decir que la alcaldía que más apoyo nos ha dado en la historia de los hoteles Aladdin, ha sido la de Maracaibo, sin pedir mucho a cambio. En el momento en que compramos los terrenos nos solicitó dos canchas múltiples para los colegios cercanos al hotel”.
No pocas lenguas viperinas asoman que el padre del alcalde Di Martino sería uno de los socios del Aladdin y que una protesta que recientemente se diera en las adyacencias del hotel obedecería no al rechazo de los vecinos, sino al clarísimo enfrentamiento que existe entre el gobernador del Estado, Manuel Rosales, y el alcalde neochavista Di Martino. Fernández, curtido en materia de chismes, admite que dado que los dos políticos ya no pertenecen al mismo bando, el hotel ha quedado atravesado en medio de la polvareda, dando la impresión de ser un proyecto del alcalde.
El embrollo que generan los Aladdin no concluye con el inicio de las operaciones. Estos hoteles —como tantos otros de oscuras carreteras— son blanco de la suspicacia. Allí confluye lo mas encumbrado y soterrado del país. Uno se pregunta cuántos políticos, cuantos militares, cuánto personaje de cuello blanco van a parar con sus amantes de turno a los hechiceros camastrones del Aladdin. Y cuántas esposas de ocupados protagonistas del jet set criollo se asomarán allí con lentes oscuros. De nuevo la sonrisa de Fernández intenta disimular lo que es obvio, pero en esto, sobre todo, es tajante: “La confidencialidad es nuestro fundamental principio. No nos importa, no nos preocupa el nombre del usuario. Eso es vida privada, que es sagrado”.

El penth house de Federico Fernández en las cumbres valencianas —el dique de Guataparo parece, a lo lejos, un oasis suizo— es un muestrario elegante y bien puesto de casi todo lo que hay en sus hoteles. Muchos rudimentos eróticos fueron probados allí antes de llevarse a las edificaciones, como el jacuzzi para ocho personas y el baño de vapor. La decoración es tan movediza como los antojos de su dueño. Tras cada viaje el escenario muda de piel.
En la sala, además de tres piezas de Jesús Soto y un par de sillas Le Corbusier, hay una cama china —en vez de sofá—, flores por doquier, unas máscaras asiáticas y un penetrante olor a sándalo. El comedor es de la firma italiana Cassina, pero él —en contra de su asesor decorativo— sustituyó las sillas de las cabeceras por unos inmensos tronos marroquíes. En el piso superior, su habitación —en una esquina relumbra un chaisse long Le Corbusier— gira en torno a una inmensa cama marroquí, tallada a mano, en cuyo centro, acomodado con sumo cuidado, está un muñeco de peluche. “Ese lo puso mi novia”, aclara antes de cualquier comentario, sin añadir mayores pistas sobre la fémina que le ataja el corazón por estos días.
Pero lo que más habla de Federico Fernández es su estudio, aunque a todas luces se ve que tiene poco trajín. Frente al escritorio, de pared a pared, hay un mapamundi. Él lo muestra con ansiedad, sus dedos se detienen en Oriente, como si fuera un juego de ouija. Señala los muchos lugares donde ha estado, aquellos a los que le gustaría ir, y Camboya, su próximo destino, donde ya tiene reservaciones en el exclusivo hotel Amansar del grupo Aman Resorts.
“Mi vida ha mejorado y evolucionado durante los años en los que he estado en este negocio. Siempre soñé con cosas que ahora estoy pudiendo hacer realidad, como caminar por les Champs Eliseé tomando vino con mi novia o conocer Asia. Siempre soñé con visitar Japón. Ahora que el negocio ha evolucionado al punto de que mis excentricidades son necesidades o fantasías de mis clientes, aprovecho la oportunidad de conocer esos sitios y viajar en plan de negocios”.
Fernández no cree en vidas anteriores —es católico, va a misa al menos una vez al mes—, pero dice que su atracción por las culturas orientales es algo inexplicable. “Probablemente, muchas de esas influencias vienen de haber vivido tanto tiempo afuera. Me encantaría conocer un poco más a profundidad Vietnam, China. Lo que más me atrae son las diferencias culturales. Estuve hace poco en Beirut, me impresionó la convivencia que se da allí entre católicos y musulmanes, muchachas en minifalda y mujeres con burka. Oriente ha contribuido a bajar mi enorme nivel de ansiedad, me ha dado un poco más de seguridad, me ha enseñado que si quieres hacer cosas nuevas, tienes que tener un poco de flexibilidad en parámetros de tiempo. Mi estilo de trabajo anterior iba a hacer que mi desgaste fuese mucho mayor, y para lograr los mismos objetivos que obtengo ahora”.
La fascinación por Oriente se deja sentir también en su cocina. Le encanta la comida japonesa, china y por estos días la thai. Y no va muy lejos para degustarla. No cocina, pero Ana —colombiana de pura cepa que ha trabajado con su familia desde siempre— la zurce en su propios fogones gracias a que él la envía con frecuencia a Caracas a tomar cursos con los mejores chefs. En cada uno de los entrenamientos ofrecidos a los cocineros de los hoteles, ella participa como una más del clan.
Fernández se reconoce rara avis, y aunque lo disfruta no se pavonea demasiado de ello. Intuye los caminos que conducen con garbo de la frivolidad a la espesura emocional. Le gustaría, dice, envejecer en alguno de esos sitios de Oriente que aún no conoce, pero, por ahora, no piensa sino en vivir en la comarca. “Me gusta la intensidad con la que vivo. Quiero vivir a lo máximo. Aunque me cuesta mucho quedarme en un solo sitio por mucho tiempo, mientras tenga la posibilidad de vivir en Venezuela lo haré, por las condiciones que tengo, por mi familia, mis amigos. Pienso que las raíces son las que me dan la fortaleza. Venir de San Juan de los Cayos, haber evolucionado, haberme educado, me da una gama muy amplia de herramientas. Sé lo que son los principios, sé lo que es la humildad de un pueblo pesquero. Eso me hace un poco menos prepotente. A pesar de lo que digan. A pesar de que mis negocios sean hoteles de estancias cortas”.


©Jacqueline Goldberg
Publicado en la revista Exceso en 2003.