sábado, 25 de agosto de 2007

THEA SEGALL: ojo en mano



Una cincuentena de años en el oficio fotográfico le otorga licencia para disparar a quemarropa sobre los rostros y paisajes de una prodigiosa trastienda visual. Venezuela se ha hecho en su mirada a punta de revelaciones, exuberancias y piel. Tras su lente está siempre la búsqueda del asombro


Unas breves líneas del renombrado antropólogo Claude Lévi-Strauss dirigidas a J.M. Cruxen en 1965 hablaban de la maestría con la que Thea Segall conseguía unir el interés etnográfico y la belleza. Aquella trasatlántica aproximación al trabajo de la fotógrafa rumano-venezolana se convertiría en una certeza que hoy continua definiendo con exactitud el carácter investigativo de sus producciones. Ya entonces Segall había sido seducida por los misteriosos perfiles de los indígenas venezolanos, por la majestuosidad de las aguas, llanuras y montes del país que la acogiera al llegar de la Moldavia natal.
El interés antropológico de Segall por las culturas indígenas criollas nada tiene que ver con esnobismos o relámpagos de exotismo tercermundistas. También en Bucarest —donde ejercía como reportera gráfica para la Agencia Internacional de Noticias AgerPress— huía de las imágenes urbanas, prefiriendo el campo. «Disparar es lo más fácil y la ciudad está llena de lugares comunes. Uno tiene que dejar algo, crear, sino no tiene sentido».
De ahí que Caracas sea una eventualidad en su amplio repertorio de libros y exposiciones, en los que surgen como personajes fundamentales los cálidos meandros del Orinoco, los peñascos del Camino de los Españoles, los temperamentales cielos orientales, el verdor de Canaima, los pescadores de Paraguaná, los misterios del tambor, la curiara y el casabe. «Nunca me emocionó Caracas, prefiero la provincia. Esta es una ciudad que aplasta con el tráfico, la mentira, la informalidad de la gente. Sin embargo no me gustaría vivir en otro lugar, no soportaría la excesiva planificación de los europeos o norteamericanos. Sería pedirle demasiado a mi desorden».

Saber ver
Una fea con ángel, dijo de Thea Segall una periodista. Y con enorme sensibilidad debe añadirse. Tras una parquedad que se pasea casi perturbadora entre gestos y palabras, la pasión sobreviene como razón irrebatible, sin que ello desdibuje la amabilidad con que se apresta a develar las intimidades de su historia y aún más, su rostro poquísimas veces fotografiado por otros.
Rubia de ojos abismalmente oceánicos, sus manos tintinean al compás de unas pulseras que monitorean sus movimientos por el estudio, un amplio apartamento aderezado por recuerdos de sus múltiples viajes e imágenes de su propio cuño. Imposible no darse cuenta que es una mujer de armas tomar. A los 17 años se inició en la fotografía -aunque pensaba ser arquitecto- gracias a la solicitud de un amigo y no mucho después pertenecía a una de las más prestigiosas agencias internacionales que relataban los vaivenes de la guerra tras la cortina de hierro. Cubrió la Revolución de 1963, anduvo por cuanto rincón merecía ser mostrado, convivió con los indígenas del Alto Ventuari, atravesó las salinas de Araya, se introdujo en inundadas minas de oro y aún hoy se monta en helicópteros sin puertas, cosa que no hacen los más machos ni los más jóvenes. «Con la cámara en la mano soy un poco inconsciente y nunca tengo miedo. Cuando uno anda detrás de la imagen no ve peligros. Además, peligros hay en cualquier parte, aún fotografiando un parque infantil. El fotógrafo siempre quiere estar en la primera línea y no en la de atrás».
De la ciudad de Moldavia recuerda poco, si acaso un columpio y el intenso sabor de unas fresas. De niña la abuela la asomó a los museos, conciertos, el esquí y los libros de arte, mientras el padre fotografiaba los instantes familiares. No duda que todo aquello se conjugó a favor de su futura vocación, pero ha sido su pasión la clave de toda búsqueda. Por eso no cree en la inspiración ni en el azar: «No sueño con ninguna foto hipotética en particular, porque yo no la invento, sino que la encuentro. La foto no viene sola. Por eso me gusta viajar mucho. El Orinoco no vino a mi, tuve que ir a buscarlo al sur. Creo que mis fotos son honestas porque no cambio la realidad»
El problema, dice Segall, es que mucha gente no sabe ver: «Miro el trabajo de los demás para darme cuenta de lo que no debo hacer. Algunos piensan que soy demasiado exigente y hasta antipática, pero es que me gustan las cosas bien hechas, no soporto la mediocridad».

Venezuela, paraíso múltiple

La tan cuestionada fidelidad a lo real ha dejado de ser un problema para Segall, cuyo trabajo se desarrolla generalmente por encargo de grandes empresas o instituciones, además de creaciones propias hechas para efecto de exposiciones. Cuando le asignan un tema, su mirada se transforma y al enfrentarse al objeto apunta hacia aquellos ángulos menos vistos. Por ello muchas de sus fotos pueden ser tildadas de abstractas e irreverentes, lo cual hace de un simple amasijo de tubos un laberinto, o de una represa una cartografía de lo insólito. «La clientela nunca encarga una cosa clara. Ellos tienen un tópico, pero no lo limitan. Por eso tengo libertad total de escoger lo que voy a hacer. Dicen que fotografío torcido y que menos mal que no fui arquitecto porque si no se hubieran caído mis edificios. Pero esa es la manera en que veo las cosas y nunca un cliente disintió de esa mirada».
Una gran parte del trabajo fotográfico de Thea Segall apunta hacia un patrimonio nacional inédito a través de fotosecuencias. Los paisajes que captura —Guayana, Araya, El Avila, Macuro— cobran especial vitalidad, insistiendo en la memoria y la nostalgia mediante atmósferas conmovedoras en ocasiones pictóricas y poéticas. Y no menos elocuente resultan sus visiones de tendidos eléctricos e industrias ferromineras del sur del país, sin duda paisajes inseparables de la sociedad finisecular.
Venezuela es el abrazo fecundo de esta creadora que no se ha conformado con padecer los embates del desarraigo. «Tengo más años en Venezuela que en otra parte», dice. «Aquí me siento venezolana, pero son los demás quienes pretenden hacerme sentir extranjera cuando les conviene. No quiero volver a Bucarest porque la recuerdo muy hermosa y no acepto que el presente me cambie esa imagen».
No hay entonces opción. Esta Tierra de Gracia es el camino y la meta, aunque algunas fotos se le hayan quedado en las ganas como una imposibilidad todavía salvable: «No me arrepiento de ninguna foto que he tomado, aunque hay algunas que no me gustan ya. Alguna vez soñé con ir a Africa, pero nunca pude. No se si tendré tiempo ya. No pienso demasiado en el momento en que deba dejar de trabajar, sólo espero tener la integridad de saber cuándo retirarme».

©Jacqueline Goldberg
Publicado en Nuevo Mundo Israelita, Caracas, enero 1999

1 comentario:

Camila dijo...

Creo que esta bueno disfrutar de toda clase de arte y por eso me gusta mucho tener la chance de esto. Si bien la fotografía me gusta mucho, lo que mas prefiero es el arte moderno, y por eso quisiera tener la chance de obtener vuelos a new york para disfrutar de asistir al Moma